El locuaz chamarilero montó su
tenderete en la plaza de unos de esos pueblos de España llenos de
modorra, donde el sol sale cada día por una esquina diferente. Sobre la
mesa ofrece la lámpara de Aladino, el cuerno del unicornio y la Oración
contra la Impotencia, primorosamente caligrafiada en su fábrica de rezos
por las monjas Sibaritas. Elipio, desde que enviudó, siente
la soledad agarrada al estómago como la coz de un buey. Por eso no pudo
evitar detenerse cuando el feriante anunciaba: "¿Soltero? Le doy a mi
hija. ¿Mujeriego? Se la presto. ¡No es bueno que el hombre esté solo!".
Y Elipio compró una caja, no una caja cualquiera, sino una preciosa
caja de hojalata en cuya cubierta estaba escrito: "Fantasías usadas".
Pensó que tal vez en ella reencontrase sus fantasías de mozo, la de
aquella noche de fiesta en el pueblo en que vio por primera vez a María y
supo que quería estar a su lado toda la vida, la de la boda que se
retrasó por la muerte de su padre, la del hijo que tanto desearon y que
la maldita varicela les robó antes de nacer dejando a María estéril.
En casa, abatido en su abandono, abrió la caja y encontró en su
interior una daga y un cuadernillo con instrucciones para acabar con la
soledad. Fiel a las indicaciones tomó la daga y se la hincó en el
costado izquierdo, cerca del corazón, para extraer la costilla con que
recobrar a la compañera perdida. Lo último que oyó fue la sirena de una
ambulancia. Cuando abrió los ojos María estaba allí