Revolución


La mujer que recita salmos se beatifica todas las tardes en la iglesia con el párroco, con el ángelus, con el Regina Coeli, y reza deseosa de una santidad que no alcanza. Un adolescente bello como un animalito salvaje se cortó las uñas, se afeitó las cejas y las pestañas y sabiéndose desdeñado emasculó su virilidad. La mujer que canturrea himnos revolucionarios, cuando llega la noche se esconde en sus aposentos y lentamente, muy lentamente, se quita la ropa, lúbrica, lasciva, dejando su piel blanquísima a la codicia del aire. Le gusta imaginar que es una virgen de Pedro Berruguete, y se palpa un seno macizo, cargado de leche, que mama un infante moreno como el betún. El joven crece y es un mozo de musculosa erección, un adusto hombre, un anciano decrépito, la muerte. La mujer que entona nanas cada noche mece la cuna donde se acurruca el desengaño, sabe que es su momento y por ello pinta sus labios de carmín, deja junto a la ventana una vela encendida y aguarda, no tardará en llegar el deseado. Un viento sulfuroso, un gran cuesco agita las cortinas y una nubecilla de infraseres tocan gaitas y bandurrias cuando hace su aparición el señor de los deseos. Alto y enjuto de carnes, rostro ajado de varoniles llorinas, bellosas las quijadas y en los ojos las ojeras del que mucho ha vivido. Hombre al cabo, revolucionario al fin.
ELLA.- Te fuiste y me quedé sola en el nido de la desolación, sola en las tinieblas del pecado mortal , en el frío palacio de la Bolsa, donde los corredores se apuestan la suerte del mundo. No sabes cómo añoraba el sonar de tu osamenta.
EL.- En un sueño me vi caminando y calzaba botas de buen cuero, y vestía pantalón de lona y camisa rayada, y cubría mi cabeza con boina en la que brillaba una estrella de plata. De trecho en trecho las gentes me gritaban, y era un héroe, un guerrillero victorioso, un revolucionario iluminado. ¿Sabes tú algo de eso?
ELLA.- Calla, amor mío, la habitación está cerrada y nadie vendrá a buscarnos. Olvida esos sueños, deja que se alejen como a las banderas de un escuadrón en retirada. Y sígueme hasta el lecho, dame la mano, busquemos el cobijo de las sábanas.
EL.- ¡Aparta! Pues son sudarios, no sábanas, tienen olor de muerte, olor de ángeles y vómitos.
ELLA.- Mi amor, bailemos enlazados, que nos envidien los timoratos, los piadosos, los reaccionarios contrahechos. Bailemos el baile de la rosa roja y la libertad.
Inmisericorde, hambrienta, le conduce hasta el lecho.
Ora pro nobis entonan los infraseres y los doctores de la Santa Madre Iglesia y el Papa que vive en Roma cuando los enamorados culminan su encuentro bajo las sábanas. Y el gran libro de los mártires por la fe cristina, los muertos por la revolución, los sacrificados por el mercado libre y la hacienda pública estrena con góticas letras su primera página, orlas blancas de amor por la contabilidad del hombre, multinacionales del hambre y la opresión.
Golpes en la puerta, sonar de sirenas, focos de luz que iluminan la fachada de la casa y se pasean por las paredes tratando de descubrir a los amantes. ¡Abran a la policía!, gritan fuera. Los servidores de la Ley mascan mescalina, LSD, peyote, y aman a la mujer barbuda. Son cosas de la vida. Duérmete mi niño, duérmete mi amor… Ya lo sacan de la casa, ya lo llevan desposado, la noche está metida en agua y yo, de pie sobre el puente, oigo el silbato de una locomotora que se aleja. Ya nadie recuerda la noche en que la Revolución sedujo al hombre y le ganó la vida en una partida de cartas marcadas.

La bomba atómica de Franco




Madrid, ciudad cachonda y revolucionaria, vivía el asedio de las tropas franquistas. Los madrileños, gentes con las tripas llenas de juerga y la cabeza de filosofía, resistían heroicamente. Pero una mañana el viento barrió las calles con la mala noticia, los falangistas habían pedido a Mussolini una bomba con la que aarrasar la ciudad.
El centurión Carletti llegó de Roma trayendo en la cartera los planos de un arma capaz de acabar con todas las guerras. La “macchina infernale” la había bautizado “Il Duce”, impulsor del invento. Comenzaba el asalto final a Madrid.

Rataplán, rataplán, retumbó el tambor y el pelotón echó rodilla a tierra. ¡Apunten!... La descarga hizo estremecerse al sargento Matanzas. Nunca se acostumbraría a aquellas ejecuciones sumarias de bolcheviques. Se santiguó según el catecismo de los tribunales militares. Servía a las órdenes del coronel Bragas, por el que profesaba un respeto reverencial además de un amor loco por su hija Adalinda, moza fea, pero de férrea virginidad. Matanzas no medía más de metro y medio, pero le había dado la naturaleza una espingarda temida en los burdeles de España, hasta el día en que se enamoró de Adalinda. Tras el disparo se aproximó al cuerpo caído y viendo que el muerto le guiñaba un ojo con intención de hacerle alguna confidencia, se alejó por temor de que le acusasen de confraternizar con el enemigo. “¡Carajo, lo que aguantan los rojos!”, pensó. Se incorporó el muerto y tras sacudirse el polvo de la ropa enfiló hacia Madrid, donde le aguardaban los milicianos deseosos de conocer nuevas de la “macchina infernale”.

La castidad de Matanzas, dispuesto a respetar la honradez de su amada, amenazaba un holocausto de poluciones y solamente su acendrada fe católica frenaba que ciertas manipulaciones hicieran brotar un mar de lava en sus calzones.

Unos días mar tarde, cuando las tropas franquistas sitiaron el Paraninfo Universitario, la castidad de Matanzas fue puesta a prueba. El italiano, convocado por los generales franquistas, había preparado su diabólica invención, un cohete peniforme, que asolaría Madrid no dejando piedra sobre piedra. Situó el artilugio en la Casa de Campo, donde había instalado el alto mando su cuartel y la “macchina infernale” fue lanzada contra la Villa, donde los madrileños, jugando al tute, aguardaban angustiados su hora final. Una nube de humo envolvió al alto mando franquista, el proyectil del centurión italiano hizo dos graciosos bucles en el aire y fue a estrellarse entre las piernas de Matanzas, con gran triquitraque verbenero y olor a chamusquina. Cuando se disipó el humo todos pudieron ver que la explosión había levantado la colosal espingarda del sargento, que cargada tras meses de castidad lanzó sobre Madrid una espesa y blancuzca sustancia en cantidad tal, que cubrió la ciudad. El italiano desapareció tras el fracaso, pero Matanzas fue elevado al rango de héroe por los generales franquistas. Madrid, pringoso, resistió al grito de “¡No pasarán!”. El general Franco, al conocer la noticia, reunió en Burgos un comité de teólogos para dictaminar si era moralmente lícito emplear tales armas de destrucción masiva, aunque fuese contra rojos depravados.

POLÍTICAMENTE INCORRECTO: LA POETISA FEA

"La poetisa fea, cuando no llega a poeta no suele ser más que una fea que se hace el amor en verso a sí misma" - Leopoldo Alas “Clarín”. Solos, 1881

La poetisa fea se sitúa al borde la de escritura, se hace transparente, se vuelca sobre sus sentimientos, zozobra, quiere emocionar al otro y sólo logra indignarle. Cuando quiere ser original se vuelve opaca, presuntuosa. La poetisa fea, como el coro de las ranas, hace ruido pero su emoción es blanda, se alimenta de usurpar sentimientos, no hay vibración en su palabra ni garantía de magia, escribe con minúsculas, expresa su propia indecisión.

“A las poetisas” (Invitación)
Por Carolina Coronado

¿Queréis formar un coro, hermosas las del canto peregrino, más dulce, más sonoro que el rumor argentino del agua y de los pájaros el trino?

Si el canto es una indecencia lo estrujo ávidamente, ordeno sus palabras, las traduzco a emociones, no hay suerte que no esté manipulada ni deseo que no sea inacabado. ¡Aleluya! El coro de las poetisas canta al unísono, el deseo, un deseo tan doloroso como una desgarradura, la que se perpetran un hombre y una mujer. El coro de las poetisas me pone dolor de cabeza, es un zumbido de avispas, mi deseo un aguijón. No entiendo su discurso amoroso, todos los enamorados se suicidan, el amor es un suicidio. Canta el coro de poetisas al amor. ¿Canta a la muerte?

La poetisa es esa figura que trata de afirmarse en su feminismo y conoce la esclavitud de la semántica. ¿Poeta o poetisa?, y, ¿por qué no poetiso? Desde luego sería más justo adjetivo que poetastro en muchos casos.

Poetiso empleó con ingenio el poeta Antonio Gracia para referirse al también poeta Luis Antonio de Villena con motivo de la polémica que mantuvieron sobre un conocido premio literario español. Decía Gracia con gracia: ¿De qué manera mágica escuchar la voz de los fantasmas disfrazados de personas? ¿Qué decirle al poetiso L. A. de Villena , convertido en manso Loewe feroz de la España de charanga y pandereta? ¿No es preferible ser nadie en un mundo en el que ser alguien significa haberse vendido a las convenciones de la famamundia?

Imagen: ESCRITORA CON DEMONIO

Amor de fuego


La Biblioteca de Alejandría fue devastada en el año 291 por los cristianos procedentes de Tabaida.

Santo Domingo de Guzmán ordenó que se quemasen los libros albigenses por considerarlos heréticos (S. XIII), en caso de que alguno fuese ortodoxo se salvaría de las llamas.

Los Reyes Católicos ordenaron en 1502 la destrucción masiva de todos los libros árabes tras la conquista del reino de Granada.

No hay mundo más real que la realidad de los libros (profesión de fe). “Realidad y libro”, casi un oximorón: L’Enciclopédie, Diderot posracionalista, poscartesiano encerrado en Pot-Royal. La voz se oye a sí misma, se diluye en la delectación de escucharse, la escritura por el contrario es una experiencia única, sorda se convierte en esencia de la vida, sólo en ella caben los epítetos impertinentes, (luz opaca, cielo muerto).

¿Qué muere de nosotros con cada libro que arde? ¡No os basta con quemar los libros, también quemáis a los que los leen!

“Bachiller.- ¿Sabéis leer, Humillos?
Humillos.- No por cierto.
Ni tal se probará que en mi linaje
haya persona de tan poco asiento,
que se ponga a aprender esas quimeras
que llevan a los hombres al brasero
y a las mujeres a la casa llana”.
Miguel de Cervantes.

Putas y herejes, liberados del dogma, rebeldes, el libro como recipiente del saber es un potente y delicado método de investigación de la realidad. Cuando hablas quedas prisionero de lo que dices, cuando lees te liberas, el que lee sabe que no hay una sola verdad. El que lee está destinado a desaparecer en lo escrito para renacer más completo, más humano, más alejado del dogmatismo.

Así lo sintió Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí enorgullece las que he leído”

Leemos para olvidar nuestro nombre, para perder nuestra existencia, sabemos que otro nombre y otra vida nos será dada a cambio, es la lucha por vivir otras existencias como falsarios que se introducen fraudulentamente en el cuerpo etéreo de los personajes de ficción dotándoles de carnalidad. La aridez de una identidad permutada por una polisemia, una polifonía sin límites, el libro. Leer es rescribir, borrar lo escrito por otro o escribir encima restaurando el sentido del texto. El que lee no es autoritario, no detenta cetro, no impone a otros sus pensamientos, de modo que al leer conocemos el extremo límite de la libertad. Leer, el libro, es el deseo de vivir, leyendo ponemos en entredicho la muerte que acecha con el nombre de ignorancia.

La mímesis ha muerto. ¿Quién la mató?


¿Es la escritura el modelo del mundo? ¿La realidad, estando más allá del texto, es accesible por alguna vía distinta de la de la escritura? No son preguntas vanas, la posmedernidad se funda en ellas. Perspectiva de la creatividad contemporánea, una postura antidiscursiva, una parodia de la realidad. Mojones en el pasado: Tristam Shandy de Laurence Steme, Jack el fatalista de Diderot, La metamorfosis de Kafka, Joyce, algo de Becket , algo de noveau roman.

Admitimos que el lector tiene competencias, escuela de la recepción, una doble productividad plasmada en el trabajo de escribir y de interpretar. La obra literaria no se completa sin el lector. Grabado a fuego sobre la frente de todo novelista: «La obra literaria la hace el lector». Una estética en la que no
cabe el contínum narrativo, se impone la escritura fragmentaria, el narrador compulsivo y frente a él un lector no pasivo, capaz de rehacer lo fragmentado. Entre lo concebido como materia de la novela y su expresión escrita se produce una diferencia, entre lo plasmado en la escritura y lo interpretado por el lector una segunda diferencia, ahí está la verdadera obra. El crítico literario soñó ser más grande que el novelista, al interpretar el texto lo rescribía, lo dotaba de sentido en un nuevo texto refundado.

Intertextualidad, plagio y autoreferencia, palabras claves para todo novelista que quiera ser considerado en la actualidad. Intertextualidad y plagio se han disuelto en una misma esencia, libertad para tomar material ajeno e incorporarlo al texto propio. Se cita, se copia, se toman fragmentos de otros textos y se construye la obra propia con esa argamasa como pegamento para las piedras del edificio. La originalidad ha perdido su valor, es una virtud obsoleta y como tal hiede. Enterrémosla bajo un aluvión de fragmentos de las obras de otros autores, enfrentemos esos fragmentos, mostremos sus contradicciones, operemos sobre la cultura como el doctor Frankenstein actuaba sobre los cuerpos de los muertos, construyendo un ser artificial pero dotado de vida propia, un semidiós.

Y si no nos place tan sugerente programa echemos mano de la autoreferencia. Escribo: esto es el primer grado del lenguaje. Luego escribo que escribo es el segundo grado. Un discurso sobre el discurso. Ya en su Tractatus logicus philosophicus Wittgenstein se preguntaba, "¿por qué no ha de haber un modo de expresión mediante el que me sea posible hablar sobre el lenguaje?". La literatura se denuncia a sí misma como fábula, una ficción que tiene por objeto la propia ficción, un bazar de textos que cuentan historias relativas al modo en que se construyen las historias. El autor nos alerta sobre el código narrativo centrando el discurso en ese código. En la novela En-nadar-Dos-Pájaros (At swim-Two-Birds) el escritor irlandés Flann O'Brien crea un argumento de autoreferencia in extremis, que Borges resumía del siguiente modo: Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos de su taberna (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figuran el tabernero y el estudiante.
La novela de autoreferencia puede resumirse en un texto que más allá del relato del narrador leemos otro relato incluido dentro del mismo que narra lo mismo que el narrador, pero refiriéndose además al narrador mismo. La literatura reflejada sobre sí misma, contemplándose arrogante en el espejo de su propio corpus. ¿Qué es la literatura de la posmodernidad? Dejemos la respuesta a Barthes "la literatura misma, o más exactamente, en su límite extremo, en esta zona asintomática en la que la literatura parece que se destruya como lenguaje-objeto sin destruirse como metalenguaje, y en la que la búsqueda de un metalenguaje se define en última instancia como un nuevo lenguaje objeto", o dicho de otro modo, ese territorio donde la literatura es auténticamente creadora y no vulgarmente mimética. En el siglo XXI la mímesis ha muerto. Post cogitio, post escriptum, post partum.

Fotografias: Idris Khan

Clastomía pediculta



...a la vista de mis pies huyen los hombres y vienen a treparse los gatos.
S. S.



- I -


Los pies son cadáveres abandonados, yacen en el ataúd de los zapatos y cuando no se les atiende cantan como un coro de doncellas. Coccínelli olisquea el alma de los pies y enciende velas cuando los encuentra en estado de gracia. Sabe disfrutar el sabor de la guayaba madura del triunfador, el almizcle amargo de deseos del adolescente o el místico a incienso y cera del seminarista. Somete a sus amantes a un ritual bíblico, la unción de los pies en una pequeña jofaina de plata que heredó de su madre. Los lava con el mimo de un obispo. Le gusta comparar los pies con el pastel de manzana, comparten su textura tibia y hasta un cierto aroma, aunque esto no lo diga, para evitar sarcasmos. Otras veces, más vaporosa, ve en ellos una ecuación sin resolver o el vuelo de un gorrión multiplicado por los espejuelos del aire. La tierra es clásica y el mar es barroco, repite a sus amantes, y yo soy el mar, añade riendo. Leyó la cita a un escritor cubano, pero debería leer a Rétif de la Bretonne, pues Coccínelle es un dómine de los pies. También es la mejor reinona del Palacio de los Géneros, una drag queen que se juzgaría de mármol y es carne viva, a la que apodan “la vocalista”, no por competencias canoras sino por artes amatorias.


Comparte piso con Dino, una hermafrobollera musculosa y con las axilas sin depilar, una machona. En el Palacio de Géneros, un teatro donde nada es lo que parece ser, cada noche ambas desarman su cuerpo para componerlo de nuevo. Es el juego de un mecano amargo y doloroso. Angélicas, diabólicos, femeninas y masculinos a un tiempo, construyen su identidad sobre el edificio de la carne sin género. Entonces Coccínelle y Dino ríen al unísono. Sus ilusiones son muy grandes entre bastidores. En nada se parecen a las tuyas. Las ilusiones tienen allí distintas formas, son una bailarina azul de Degas, Manuel Flores en un poema de Borges o James Dean atormentado paseando de la mano a una Winona Ryder macrofálica. Pero las ilusiones no son más que esperanzas de una realidad que se resiste, y lo saben.


A primeras horas de la noche frecuentan el teatro parejas heterosexuales, vienen con su risa cornetín de oreja a oreja. Es la hora lírica de las muñecas, con sus sedas coloridas, botines repujados y el prodigioso milagro del maquillaje, ¡qué divertidas!, cantando en playback los éxitos de La Oreja de Vangot. En la alta madrugada el ambiente ha cambiado, sólo quedan lesbianas de dulce encanto y camioneras, machorras de trato. Cuando los drag kings suben al escenario en la sala hay un recogimiento religioso, ascético, una rebelión antigua y poderosa violando la prohibición sagrada de parodiar la masculinidad. Dino sabe bien lo que es la masculinidad, sufrió un padre falo, un hombre mínimo que se creía una hermosa polla caminando erecta por el barrio. Aquella noche está inquieto, Coccínelli sufre desde que llegó su primo Pedro Juan.


Pedro Juan es guapo como un auriga romano y sinvergüenza como un ministro del gobierno, tiene la gracia de un ángel palmípedo. Vino a Madrid en busca de fortuna, se traía del pueblo la ambición por triunfar y la dirección de su primo Luis Fernando, con propósito de alojarse en su casa hasta encontrar trabajo. Descubrir que Luís Fernando, compañero de sus juegos adolescentes, el varón que quisieron modelar sus tíos, ahora se llamaba Coccínelli y hacerse proxeneta, fue todo uno.


DRAMATIS LOCUS. Alcoba de Coccínelli con paredes moradas como las ojeras de la antedicha. Muy modern style, un paisaje contra natura pintado por un prerrafaelista zoofílico, con ositos, leones y patos de felpa por los muebles. Coccínelli, sentada en la posición del loto, se mantiene de perfil contra la ventana. Sobre la pared su sombra es un teatrillo de wayang kulit. Declamatoria: “Le quiero, le quiero y le quiero, culiguapo y chulipito desde chiquito, cuando nos bañábamos desnudos en la alberca del pueblo y su bastón me dejaba bizca. Millones y millones de razones tengo para amarte, pero muy rabino miras a otras, prefieres esas pescadillas tetonas, esas lumias sin chorizito. ¡Yo te enseñaré la nomenclatura amorosa! Te haré conjugar los verbos del deseo, I love you, eu te amo, je t'aime bizcochón mío”.


Coccínelli encendió la televisión y en la Piazza San Marco un tipo muy fino le decía a una joven hermosa y humilde que la abandonaba por una boda de conveniencia con otra de buena familia. Se enjugó una lágrima. Cerró los ojos y vio una góndola deslizándose en los canales de Venecia, las aguas eran un océano de espumas blancas como un traje de novia, y un gondolero hermoso como Brad Pitt entonaba una balada de amor. Y en la góndola estaba ella y el brazo robusto de Pedro Juan le ceñía la cintura y los labios carnosos de Pedro Juan jugueteaban con el lóbulo de su oreja y las palabras sensuales de Pedro Juan le decían que la amaba. Y no quería abrir los ojos, quizá porque la luz es cruel con los sueños, y temía verse en aquella alcoba, sola, preguntándose con qué cuerpo se entretenía Pedro Juan mientras ella en el Teatro de Géneros cantaba, hiperbólica y parlante, las alegrías y tristezas de otros. Aficionada a las telenovelas, encontraba en ellas el lenguaje de su pasión y lo mismo estaba rabiosamente encelada que rabonamente encielada por Pedro Juan, quien poco amigo de las puertas traseras se resistía a los encantos de su prima (suprima lo que no le agrade) y todo aquello creaba una tensión manierista en la que sólo la presencia de Dino, con su virilidad especular y una botella de Fernet Branca en la mano, ponía orden.


HÁLITO ESPERMÁTICO. No tenía donde meterme, así que me fui para casa de mi primo Luís Fernando, le conté mi historia y me dejó quedarme allí unos días. Me gustaba su amiga, una amazona que no se depila y se llama Dino, que no es nombre de hombre ni de mujer, sino de dibujo animado. Andaba todo el día empalmado por esa burra, que aquello de los pelos me erotizaba, pero ella se creía un macho y cuanto pude sacar en limpio fue bla bla bla de la camaradería entre tíos. Lo peor vino con Luís Fernando, que ahora se llama Coccínelli. Es una loca apasionada, me persigue y se vuelve mariposa si la miro y se torna lagartona si la ignoro. Una tarde se untó el cuerpo con leche condensada y correteaba desnuda por la casa. Juro que vi golondrinas que sujetaban una corona de espinas sobre su cabeza. “¡Violaste al dios-puta!”, gritaba bujarrona y tenía como Vishnú una trompa morrocotuda. Apenas alcancé a encerrarme en el baño y echar el pestillo. La vesánica aporreaba la puerta, no quiero imaginar con qué, porque mi prima tiene un martillo pilón entre las piernas.


- II -

Cuando Coccínelli acaba su número van a cenar a una boite frecuentada por sudacas y marroquíes, un lugar donde los putos beben las heces de la noche febril. Dino lo detesta. Es una concesión a Coccínelli, que disfruta contemplando a los chaperos hermosos con los signos del amor reciente en el rostro. Dino lleva el pelo con gomina, a lo varón. Coccínelli gafas oscuras para ocultar los ojos enrojecidos por las lágrimas y en el alma mucha pena.
DINO.- Amargas como el agua de Carabaña, lirio morado.
COCCÍNELLI.- No me ve como mujer. No ve el bulto de mi deseo. Si me amara le tendría como un príncipe. Por él quiero ser femenina, borrar mi cuerpo de hombre. La tecnología puede hacer de mi cuerpo una página escrita que se borra y se reescribe, ¿no crees? Pasar de mujer intención a mujer biológica.
DINO.- Jódete y aprieta el culo si no cambias.
CICCÍNELLI.- No seas vulgar. Necesito saber si para Pedro Juan soy prosa o poesía.
DINO.- Tienes que olvidarle.
COCCÍNELLI.- ¿Olvidarle? ¿Sabes cual es la cosa que más me gustaría ahora en el mundo? La que cosa que más me gustaría ahora en el mundo es que por esa puerta entrase Pedro Juan con un ramo de orquídeas en los brazos, lo depositara sobre la mesa y me sacara a bailar.


Y Pedro Juan entró sin flores. Desde aquella noche tomó la costumbre de acudir a la boite, donde con zalamerías le resultaba fácil levantar el peculio a Coccínelli. La soberbia gallera de aquel macho pisándole la clueca concomía a Dino, que sentía crecer por dentro un gato.


FLATULENCIA DEL TEXTO. Una tarde Coccínelli nos emocionó. Viva estampa de la virtud, daba gusto verla junto a Dino, tan virgen y tan linda. Melosa se comía a Pedro Juan y Pedro Juan expuso su teoría de la comunión universal. “Seré lerdo, pero no maricón, dijo, soy el primer admirador de Coccínelli y acuñaría su efigie en monedas bizantinas, pero nosotros constituimos una trilogía de la inadecuación, la teología de unos cuerpos que giran sin encontrarse. El misterio de la santísima Trinidad.


Dino se negó a la sopa agridulce del amor tripartito y la furia brotaba de su corazón cuando contemplaba a la tonta de Coccínelli bañándose en la alberca de los desamores de Pedro Juan. No podía haber otra explicación a la tontuna que se había apoderado de su amiga que la abducción monstruosa de su mente, ocasionada por la sobredosis de hormonas a las que se sometía desde su enamoramiento.


Coccíneli, en una crisis de ansiedad, comenzó a comprar zapatos. Primero los apilaba dentro de los armarios, cuando el espacio fue insuficiente comenzaron a colonizar todos los ámbitos de la casa, bajo la cama, en los altillos, sobre el sofá, en la bañera. Zapato parlanchín, de taco alto y perfil femenino o de suela gruesa y mal educado, bota paramilitar. Cada mañana se calza y se descalza mil veces, se contonea, caderitas bailonas de un organista catedralicio, y no se baña porque está aterrada del amor que siente. “Zapatito de cristal, ¿qué pies calzarás, los pies blancos del Papa, los pies negros del gañán? Y el zapatito contestaba: “Los pies de aquel al que tu amas”.


Aquellos días Dino se deprimió y pasaba muchas horas desnudo, sentado frente al espejo de su alcoba, observando su sexo, o su ausencia de sexo, porque veía en su vagina una ausencia, un hueco a falta de completarse, una carencia de su realidad de varón, de macho príapo colérico. Mirarse o dejarse mirar, actitudes femeninas que necesitaba desterrar. Y tomó la decisión, ¿qué decisión?


- III –


Han dejado su trabajo en el Teatro de los Géneros. Son gorriones atrapados en liga, cangrejos en retel, sueños encerrados en cajas de zapatos. No salen de casa, suspiran y se atascan las cañerías. Se parecen como gemelas, como un matrimonio viejo, como el policía bueno y el malo. Viven en penumbras, tienen pocas luces, las cortinas corridas para no marchitar la piel lechosa de Coccínelli. La una se prueba zapatos, el otro barrunta su desquite, el gallo desplumado, el corte en la cerviz, la jofaina llena de sangre tibia.


Los vasos no tenían impaciencia ni los manteles mácula ni ellos otra ocupación que preparar el convite. Una sierpe de luz se desplaza por la estancia, es Coccínelli que con una palmatoria en la mano va de acá para allá colocando una flor, enderezando un cubierto, exhalando un suspiro. Dino tienta el filo de un cuchillo contra la piedra de amolar cuando en la calle ladra un perro. La noche comienza a llenarse de deseos húmedos como el tragadero de un lavabo. Relinchan los apetitos de la carne, sin duda cansados de abstinencia, porque en aquel nicho de amor llevan una existencia castísima desde que abandonaron el teatro y ahora huele a muerto y a estofado sin sazón. Recelan del aire y de la otra y estudian, quizá por correspondencia, el arte de la gastronomía. Llevan una semana encerradas en la cocina, trajinando entre ollas y sartenes. No encuentran a Dios, tienen sentenciada la alegría y miden el tiempo con tremendas jaculatorias.


DINO.- ¿Crees que vendrá?
COCCÍNELLI.- Siempre viene. Es el bienvenido, el deseado.
DINO.- Tu le deseas porque eres una gallina y crees que es tu gallo y andas cacareando por el corral toda desplumada, que no te llega la vergüenza al cuello.
COCCÍNELLI.- Le deseo porque es más hombre que tu y más ameno y más que menos. Se lo que te duele, te duele que piense en él y en los pececitos de sus pies.
DINO.- Ya tiene punta el cuchillo, cuando llegue le voy a eviscerar, le dejaré como un fantoche con las tripas en la hoya y comeremos “paté de foie”.
COCCÍNELLI.- Lo comerás tú, que yo me lo comeré a besos.
DINO.- ¿Crees que no lo sé? Te he visto metiéndole mano y le tocabas lasciva, gimiendo como una perra. Me asquea tu amor al prójimo.
COCCÍNELLI.- (Dulce dulcísima) El se ha ido y me he quedado sola como una rosa en un sagrario, como una gota de sangre enamorada, era tan fino, se me encienden rubores gustosísimos reviviendo su acometida de potro. Hacía de mi cuerpo un pantano de apetitos y yo era una niña inmaculada, inflamada de amores sagrados, con mi traje de primera comunión, toda vestida de blanco, pero él me tentaba con su pecado venial y cuando mi manita lo acariciaba crecía, crecía y era un pecado mortal.
DINO.- (Venenoso) ¡Calla! Es la locura de las hormonas, que te han raptado la mente y te hacen cruel y tonta. Termina de poner la mesa. No puede tardar ya.


Coccínelli coloca sobre la mesa el puchero con un guiso de carne suculenta, con patatas, con amor estéril. “Así, así, levanta la tapa con dulzura, que no se escape”, le dice Dino. “Echa a correr, amor mío, y deja que te persiga mi recuerdo”, grita Coccínelli, al tiempo que destapa la cacerola. Tiernos, delicados y aromáticos, los pies de Juan Pedro humean en el puchero.

Ávidos de fama


Pronuncio «Eróstrato» y acuden a mi memoria el nombre de aquel griego que deseoso de gloria quemó el templo de Diana con la intención de inmortalizar su oscuro nombre y también Paul Hilbert, el insignificante empleado de oficina que ansiando salir del anonimato planifica un asesinato colectivo en el cuento que Sastre llamó precisamente «Eróstrato». “Cuando bajaba a la calle, sentía en el cuerpo un extraño poder. Llevaba encima mi revólver, esa cosa que estalla y hace ruido. Pero no sacaba de él mi seguridad, sino de mi mismo: yo era un ser perteneciente a la especie de los revólveres, de los petardos y de las bombas. También yo un día, al terminar mi sombría vida, estallaría e iluminaría el mundo con una llama violenta y breve como el estallido de un magnesio”. Paul Hilbert es mi «alter ego», ansioso de alcanzar la inmortalidad al precio que sea, como Eróstrato quemaré el templo del Arte.

Cuando aspiro a la inmortalidad padezco terror por el vacío y la falta de sentido de mi vida se me hace insoportable, nada encadenada a la nada, nunca alcanzaré el fin buscado. La sola posibilidad de una existencia absurda, aquella que no lleva a ningún lugar, vacío del fracasado, me abisma en la desesperación, la depresión, la inseguridad. Ante un fracaso cabe la solución del recuerdo airado, el menosprecio de los otros, también cabe la solución de la melancolía depresiva. Me siento como Baroja, un neurótico para el que la literatura es la única opción de vida. Mirada airada, ira de la impotencia, una fiebre que lo devora todo. Mi incomunicación es un permanente problema de adaptación que trato de solucionar mediante la rebeldía, pero la rebeldía es sólo un signo de inmadurez en tanto que se trata de una forma poco práctica de resolver mi problema.

La incomunicación me lleva a una verbalidad hostil frente a la realidad que no acepto. Si no temiera tanto el ridículo habría llamado a esto «¿para qué escribir?», pregunta tonta pero que sin embargo denotaría por mi parte una gran sabiduría. Tenemos los escritores lo que Wittgenstein llamó «un parecido de familia», ese terco afán por hablar de nosotros mismos. Lo he sentido con claridad leyendo a Michel Leiris, quien afirmaba con rotunda simpleza que «se es literato como se es botánico, astrólogo, físico o médico». Es inútil ingeniar otros términos, otros pretextos para justificar ese gusto que se tiene de escribir. La literatura es una actividad desacreditada y no digamos un literato, persona notoriamente inútil si lo comparamos con un botánico, un físico o un médico y no digamos ya un astrólogo, con su capacidad de desvelarnos el futuro.

Incapaz de comunicarme, carezco no obstante de pudor, mi impudor está estrechamente vinculado con la literatura, como todo escritor he creado una imagen de mi persona y la aliento y la exhibo exultante, soy el «payado de las bofetadas» con que José Ángel Valente caracterizaba al poeta. Querer y no poder, la literatura es atracción tanto como repulsa, por ello tantas veces me refugio en los alrededores de la creación: en la melancolía, en el hastío, en la ira. Es el aburrimiento existencial, el «spleen» de Baudelaire: «dejando mi alma jadeante, fatigada en medio de las negras llanuras del hastío». La literatura va convirtiéndose así en un no ser, un no saber, en tanto se descompone una realidad de la que huyo.

Fotografías de Almacan

Matria

Matria, nuestra reina, sol inmenso y abrasador, se sucederá a sí misma, omnipresente y omnipotente, porque así esta reseñado en el Libro de las Crónicas, donde la-que-todo-lo-sabe y la-que-todo-lo-puede, dejó escrita la historia pasada, presente y futura de mi pueblo. Ella es el orden y fuera de ella sólo existe el caos.

MATRIA.- ¡Me voy! ¡Me desencuajo! Me siento un pellejo de vino a punto de reventar. Ay, que dolor se me acomoda en la boca del túnel. Tiene la fuerza de un buey. Los muy malditos siempre vienen de nalgas. Aspiro y un empujoncito. Espiro y… ¡Ya asoma!. Veo sus manitas, siento su aliento, puaf, que peste a ajos. ¡Oh, que hermoso y que grande has nacido, hijo mío!

BUENTUNO.- Madre, permíteme expresarte la satisfacción que siento por haberme traído al mundo con mi traje de general de los ejércitos imperiales, incluido este yelmo con el que en algún momento temí desgarrar vuestro ser. Fue cosa de mi padre, me diréis, que no se quitó las espuelas el día en que me concebisteis, pero se que el árbol recio da frutos nobles y sois olma grande y vigorosa.

MATRIA.- ¡Calla, gandul! Harto sabes que jamás tuvimos progenitor varón en nuestra dinastía. Soy una y única, principio y fin, y tú y tus hermanos existís por mi voluntad. Corre al cuarto de armas y júntate con ellos, que están impacientes por conocerte.

Obedeciendo las indicaciones de su madre Buentuno se dirigió en busca de sus hermanos. La habitación de la guardia se situaba al fondo del castillo. Muros de piedra con gallardetes de batallas nunca acabadas, baldosas gastadas por botas militares. Tres cabezotas arrugadas y feas, tres pares de ojos ratoniles, cejijuntos, tres héroes deformes y enanos le observaron. Buentuno se emocionó al contemplar a sus hermanos. Palomas zureaban en los aleros.

— Siempre estos pájaros negros y ese gemir del viento. ¿No oís su lúgubre ulular?

Tres voces: ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres?

— Cuanto me gustaría tener miedo y no estar lleno de arrojo como un toro.

— ¿Eres un vagamundos? Estudiemos juntos este mapamundi.

— ¿Tienes hambre? Te prodigaré palabras de consuelo.

— ¿Has desertado del ejército? En esta caja está llena de medallas al valor.

— Este aire que se cuela por los pasillos me sacude las orejas para recordarme lo que he venido a hacer.

Tres voces: ¿Qué es? ¿Qué es? ¿Qué es?

— Acabar con el desorden en este maldito pueblo, que no paga su diezmo ni respeta a nuestra madre.

— ¿Habéis visto sus músculos? No se parece a nosotros. Sin duda madre te concibió contemplando a un potro galopar por el campo.

Falondrón tiene cabeza de gallo y cuerpo de lagarto. Galligarto ponzoñoso, luce un rabo de látigo inquieto y zapatones de alguacil mayor. Más perverso que un sacristán, vive en el foso del castillo, allí hay una cueva en tinieblas como ojo de ciego, pozo tormentoso donde vierten las alcantarillas de la fortaleza. Aquellas aguas pestíferas le han colmado de fatalismo y rencor. Es un preso político, un paria que ha leído a Bakunin, y al que admira el pueblo insurrecto. ¡Que vivan los que no pagan impuestos ni temen admoniciones y les importa una higa la Matria! Cada festividad del Corpus el pueblo ofrece a Falondrón una moza de bien desear que aplaque sus ardores. En un tiempo intentaron cambiar la donación de la doncella por la bolsa testicular de un obispo repleta de monedas, pero aquel año el sulfúrico engendro, en vez de custodiar el puente del castillo para alertar de la salida de los recaudadores, consumió el tiempo en perseguir a las mujeres del pueblo, invitándolas a copular en las eras. De aquel desorden quedó preñada la molinera, viuda todavía en buena edad, y a su tiempo nació Rabín. El muchacho había sacado de su padre un rabo de lagartija, que la madre se empeñaba en que mantuviese oculto en un bolsillo de tela que le cosió en los fondillos del calzón. Andaba Rabín bobo de amores por Belicosa, jovencita algo mayor que él, dulce como guirlache y con la alegría del confeti en la risa. Por ser cosa de la edad o por el calor del verano la muchacha le cantaba:

“Hijo de lagarto, lagatín,

enséñame el rabito, Rabín”

Y el mozo enrojecía. Una tarde terminaron regocijándose entre costales de harina, en el molino materno, y les sorprendió el cura, que acudía a molturar las penas de la molinera. A petición de la madre buscó un modo de apartar al mozuelo de la joven.

LA VOZ CANTANTE.- Viva el pueblo de Villanada de Aquíno, tan resalado que en asamblea de vecinos sin voz ni voto, presidida por el cura y el torero rijoso, sus ciudadanos más ilustres, y de cuantos quieran sumarse, pero sin hacer ruido, ha elegido a Belicosa, de carnes blancas de queso, como la joven que se ofrecerá este año a Falóndrón, quien ya ha dado lustre a sus colmillos y brillo a su aguijón para regocijo de niños y susto de paisanos.

“No estoy dispuesta a ser banquete de nadie”, dijo Belicosa malhumorada y se subió a un guindo, de donde no hubo modo de hacerla descender. Llevaba encaramada una semana cuando pasó bajo sus ramas Buentuno acompañado de sus hermanos.

— ¿Qué hacéis en ese castaño, lindo gorrión? – le preguntó el milico.

— No es castaño, sino guindo, y no soy gorrión, sino moza.

— Gorrión o moza poca importa, ese árbol es de mi madre y no tenéis permiso para anidar en él.

— Bestia presuntuosa, con estas manitas pinto la luna, con estas tetitas arrastro un par de carretas, con este culito prendo los volcanes, ¿y me va a dar órdenes un soldadito de plomo?

Nunca le había hablado una mujer en esos términos. Buentuno se enamoró. El amor nos hace obtusos o poetas y él tocaba retreta floreada al amanecer. Decidió matar al dragón Falondrón y casarse con la doncella.