MENSAJERÍA

Ninguna una mujer se fijó en él, pero aún cree en el amor. Deprimido por la soledad empezó a enviarse cartas a sí mismo. Se hacía pequeñas trampas con la ingenuidad de que pareciesen de otro, en cada ocasión alteraba algo de la dirección. Escribía mal su nombre, intercambiaba los apellidos, incluso llegó a poner un número de portal distinto. Nada más desconcertante que comprobar cómo la eficacia del servicio de correos sorteaba todas sus argucias. Un día, al abrir el sobre, el texto le resultó extraño. No eran los estadillos bancarios que solía enviarse. Era una apasionada carta de amor escrita con esmerada caligrafía, tinta rosa sobre un papel delicadamente perfumado. Supuso que se trataba de una broma de los empleados de correos y avergonzado no se envió más cartas. Una semana más tarde se suicidó.

En los muchos años que lleva sentada detrás de la ventanilla, en aquella impersonal oficina de correos, ha visto miles de cartas pasar por sus manos, pero nunca tuvo la oportunidad de escribir una. Aunque quisiera no tendría a quién hacerlo. Se siente abrumada por la soledad, su corazón romántico sueña con el amor cuando con calma ordena, estampilla y despacha la correspondencia de los otros. Ayer cometió un desliz, un pequeño pecado que puede costarle el puesto de trabajo. Robó una carta, la sacó escondida bajo la blusa, cerca del corazón. No le importa que vaya dirigida a un desconocido. En la habitación de la pensión donde vive la deposita con ternura sobre la cama, la abre con ansiedad, arruga la factura bancaria que contiene y redacta una apasionada declaración amorosa. A la mañana la depositará en correos para que continué hacia el destino que por unas horas le ha robado.