Revolución


La mujer que recita salmos se beatifica todas las tardes en la iglesia con el párroco, con el ángelus, con el Regina Coeli, y reza deseosa de una santidad que no alcanza. Un adolescente bello como un animalito salvaje se cortó las uñas, se afeitó las cejas y las pestañas y sabiéndose desdeñado emasculó su virilidad. La mujer que canturrea himnos revolucionarios, cuando llega la noche se esconde en sus aposentos y lentamente, muy lentamente, se quita la ropa, lúbrica, lasciva, dejando su piel blanquísima a la codicia del aire. Le gusta imaginar que es una virgen de Pedro Berruguete, y se palpa un seno macizo, cargado de leche, que mama un infante moreno como el betún. El joven crece y es un mozo de musculosa erección, un adusto hombre, un anciano decrépito, la muerte. La mujer que entona nanas cada noche mece la cuna donde se acurruca el desengaño, sabe que es su momento y por ello pinta sus labios de carmín, deja junto a la ventana una vela encendida y aguarda, no tardará en llegar el deseado. Un viento sulfuroso, un gran cuesco agita las cortinas y una nubecilla de infraseres tocan gaitas y bandurrias cuando hace su aparición el señor de los deseos. Alto y enjuto de carnes, rostro ajado de varoniles llorinas, bellosas las quijadas y en los ojos las ojeras del que mucho ha vivido. Hombre al cabo, revolucionario al fin.
ELLA.- Te fuiste y me quedé sola en el nido de la desolación, sola en las tinieblas del pecado mortal , en el frío palacio de la Bolsa, donde los corredores se apuestan la suerte del mundo. No sabes cómo añoraba el sonar de tu osamenta.
EL.- En un sueño me vi caminando y calzaba botas de buen cuero, y vestía pantalón de lona y camisa rayada, y cubría mi cabeza con boina en la que brillaba una estrella de plata. De trecho en trecho las gentes me gritaban, y era un héroe, un guerrillero victorioso, un revolucionario iluminado. ¿Sabes tú algo de eso?
ELLA.- Calla, amor mío, la habitación está cerrada y nadie vendrá a buscarnos. Olvida esos sueños, deja que se alejen como a las banderas de un escuadrón en retirada. Y sígueme hasta el lecho, dame la mano, busquemos el cobijo de las sábanas.
EL.- ¡Aparta! Pues son sudarios, no sábanas, tienen olor de muerte, olor de ángeles y vómitos.
ELLA.- Mi amor, bailemos enlazados, que nos envidien los timoratos, los piadosos, los reaccionarios contrahechos. Bailemos el baile de la rosa roja y la libertad.
Inmisericorde, hambrienta, le conduce hasta el lecho.
Ora pro nobis entonan los infraseres y los doctores de la Santa Madre Iglesia y el Papa que vive en Roma cuando los enamorados culminan su encuentro bajo las sábanas. Y el gran libro de los mártires por la fe cristina, los muertos por la revolución, los sacrificados por el mercado libre y la hacienda pública estrena con góticas letras su primera página, orlas blancas de amor por la contabilidad del hombre, multinacionales del hambre y la opresión.
Golpes en la puerta, sonar de sirenas, focos de luz que iluminan la fachada de la casa y se pasean por las paredes tratando de descubrir a los amantes. ¡Abran a la policía!, gritan fuera. Los servidores de la Ley mascan mescalina, LSD, peyote, y aman a la mujer barbuda. Son cosas de la vida. Duérmete mi niño, duérmete mi amor… Ya lo sacan de la casa, ya lo llevan desposado, la noche está metida en agua y yo, de pie sobre el puente, oigo el silbato de una locomotora que se aleja. Ya nadie recuerda la noche en que la Revolución sedujo al hombre y le ganó la vida en una partida de cartas marcadas.

La bomba atómica de Franco




Madrid, ciudad cachonda y revolucionaria, vivía el asedio de las tropas franquistas. Los madrileños, gentes con las tripas llenas de juerga y la cabeza de filosofía, resistían heroicamente. Pero una mañana el viento barrió las calles con la mala noticia, los falangistas habían pedido a Mussolini una bomba con la que aarrasar la ciudad.
El centurión Carletti llegó de Roma trayendo en la cartera los planos de un arma capaz de acabar con todas las guerras. La “macchina infernale” la había bautizado “Il Duce”, impulsor del invento. Comenzaba el asalto final a Madrid.

Rataplán, rataplán, retumbó el tambor y el pelotón echó rodilla a tierra. ¡Apunten!... La descarga hizo estremecerse al sargento Matanzas. Nunca se acostumbraría a aquellas ejecuciones sumarias de bolcheviques. Se santiguó según el catecismo de los tribunales militares. Servía a las órdenes del coronel Bragas, por el que profesaba un respeto reverencial además de un amor loco por su hija Adalinda, moza fea, pero de férrea virginidad. Matanzas no medía más de metro y medio, pero le había dado la naturaleza una espingarda temida en los burdeles de España, hasta el día en que se enamoró de Adalinda. Tras el disparo se aproximó al cuerpo caído y viendo que el muerto le guiñaba un ojo con intención de hacerle alguna confidencia, se alejó por temor de que le acusasen de confraternizar con el enemigo. “¡Carajo, lo que aguantan los rojos!”, pensó. Se incorporó el muerto y tras sacudirse el polvo de la ropa enfiló hacia Madrid, donde le aguardaban los milicianos deseosos de conocer nuevas de la “macchina infernale”.

La castidad de Matanzas, dispuesto a respetar la honradez de su amada, amenazaba un holocausto de poluciones y solamente su acendrada fe católica frenaba que ciertas manipulaciones hicieran brotar un mar de lava en sus calzones.

Unos días mar tarde, cuando las tropas franquistas sitiaron el Paraninfo Universitario, la castidad de Matanzas fue puesta a prueba. El italiano, convocado por los generales franquistas, había preparado su diabólica invención, un cohete peniforme, que asolaría Madrid no dejando piedra sobre piedra. Situó el artilugio en la Casa de Campo, donde había instalado el alto mando su cuartel y la “macchina infernale” fue lanzada contra la Villa, donde los madrileños, jugando al tute, aguardaban angustiados su hora final. Una nube de humo envolvió al alto mando franquista, el proyectil del centurión italiano hizo dos graciosos bucles en el aire y fue a estrellarse entre las piernas de Matanzas, con gran triquitraque verbenero y olor a chamusquina. Cuando se disipó el humo todos pudieron ver que la explosión había levantado la colosal espingarda del sargento, que cargada tras meses de castidad lanzó sobre Madrid una espesa y blancuzca sustancia en cantidad tal, que cubrió la ciudad. El italiano desapareció tras el fracaso, pero Matanzas fue elevado al rango de héroe por los generales franquistas. Madrid, pringoso, resistió al grito de “¡No pasarán!”. El general Franco, al conocer la noticia, reunió en Burgos un comité de teólogos para dictaminar si era moralmente lícito emplear tales armas de destrucción masiva, aunque fuese contra rojos depravados.