Soy asiduo visitante de bautizos y entierros. Las bodas no me motivan,
lo confieso. Intento dar testimonio de cuanto sucede a un hombre solo, y
no hay mayor soledad que la de ese niño aún ciego y sordo a las
promesas del futuro o ese difunto que yace lejano, ya indiferente a esos
rostros afligidos que lo rodean. Tomo nota de lo que dicen los oradores,
sus palabras se alzan hacia la bóveda del templo inconsistentes como
globos de helio. Nacer y morir estimulan una oratoria sentimental, vacua
y de efectos sorprendentes sobre el intelecto. He visto a padres
temblar de felicidad imaginando que su criatura aplanaba la tierra,
cortaba los árboles y colocaba las piedras para alzar una casa,
ignorantes de que será de ceniza, como un amigo del difunto recordará
muchos años más tarde, trémulo y compungido. Con la minuciosa eficacia
de un notario registro cada palabra pronunciada. Estoy escribiendo un
diccionario del panegírico, la loa, el encomio en estas celebraciones.
Un monumento a la oratoria. Tras diez años de exhaustivo trabajo hoy
quise revisar mis notas. El cuaderno estaba en blanco. Ninguna esperanza
vertida en los bautizos, ninguna alabanza dicha sobre el difunto fue
respetada por el tiempo.
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