Estas líneas son una pequeña reflexión sobre una de la obra literaria
que más ha marcado mi visión del arte, que durante décadas ha sido la
candela que alumbró mi camino y el viento que impulsó mi amor a la
literatura.
Se alza el telón. El escenario no comunica, no
emociona, no augura nada. Una carretera en cualquier lugar. Y un árbol,
no un árbol magnífico, el esqueleto sarmentoso
de un arbolillo seco. Dos hombres entran en escena, tan vacíos de fe y
futuro como el decorado. Su existencia no tiene más sentido que esperar a
alguien llamado Godot. Y esta vaciedad marca un punto culminante en la
literatura, un antes y un después. El autor escribe la obra de teatro
para ser representada, el sentido de ese "para" exige la presencia de
un público. Quizás por eso el teatro es el género literario menos leído.
La consecuencia es que el texto dramático se convirtió en muchas
ocasiones en mero pretexto de la acción teatral. Ya lo vio Roland
Barthes cuando escribe en sus Ensayos Críticos: "¿Qué es la
teatralidad? Es el teatro sin el texto, es un espesor de signos y
sensaciones que se edifica en la escena a partir del argumento escrito,
esa especie de percepción ecuménica de los artificios sensuales, gestos,
tonos, distancias, sustancias, luces, que sumerge el texto bajo la
plenitud de su lenguaje exterior".
Becket con su Godot creó un
nuevo público. La necesidad de mentir ha creado la retórica. La
necesidad de creernos las mentiras creó el teatro. Declamatorio,
retórico unas veces, visceral y sangrante otras, el teatro ha marcado el
canon occidental. Cuando Occidente apuesta por el nacimiento de la
nueva tragedia que Nietzsche vaticinó y por la que Antonin Artaud se
evisceró, en los años en que la escena europea apuesta por las nuevas
máscaras: Joseph Svoboda con su "Linterna Mágina", Jerzy Grotowsky con
su laboratorio de "teatro pobre", Peter Brook con su "espacio vacío", se
estrena en Paris "Esperando a Godot". Una sola pieza dramática ha
bastado para situar a Samuel Beckett en la cumbre de la dramaturgia
occidental de todos los tiempos. Crea Beckett un universo autocontenido,
que solo se refiere a sí mismo, y refleja la situación límite del
hombre contemporáneo, su incapacidad de comunicarse con el lenguaje,
palabras gastadas por el uso, vaciadas de humanidad, porque como dice en
una atmósfera patética Hamm, otro personaje beckeriano, "nada es más
cómico que la desventura". Lo que más me impresiona de Beckett, de
Esperando a Godot, es que con un lenguaje muerto, en el siglo de la
teatralidad y no de la palabra, del actor y no del rapsoda, devuelve al
teatro todo el valor del texto, de la oratoria, del lenguaje frente al
cuerpo. Con una sola obra Beckett consigue empalidecer la dramaturgia de
Ionesco, Genêt, Adamov o Dürenmatt, por poner ejemplos brillantes de
sus contemporáneos, y no lo hace mostrando verdades últimas, sino
palabras devaluadas, tan insignificantes que rozan la frontera del
silencio y tan trágicas, que hiriendo el corazón de la Tragedia nos
mantienen en los territorios del arte puro, sin metafísica, sin
ideología, pura libertad. "Es preciso decir palabras, mientras haya
palabras, es preciso decirlas hasta que ellas me encuentren. Nunca me
callaré", dice el personaje de El Innombrable. Leer "Esperando a Godot"
es una comunión con arte en su grado más puro.