LAS MATA BIEN MUERTAS, UNA HISTORIA DE NUESTRO TIEMPO

Hombres, mujeres y niños, voy a contaros una historia insignificante que tiene moraleja. Había una vez un dragón al que llamaban Falondrón. Cabeza de gallo y cuerpo de lagarto, galligarto ponzoñoso, más perverso que un sacristán, con rabo de látigo inquieto y zapatones de alguacil mayor. Vivía en el foso de un viejo castillo. Allí hay una cueva en tinieblas como ojo de ciego, pozo tormentoso donde vierten las alcantarillas de la fortaleza. Aquellas aguas hediondas le han colmado de fatalismo y rencor. Es un revolucionario, un paria que ha leído a Marx, y al que teme el pueblo manso y biempensante. “¡Que vivan los que no pagan impuestos ni temen admoniciones y les importa una higa la Patria!”, ruge desde su cueva con pestilente aliento, incitando a la revolución. Cada festividad del Corpus el pueblo ofrece a Falondrón una moza blanca como torta de queso con que aplacar sus ardores revolucionarios. Cierta vez cambiaron la donación de la doncella por la bolsa testicular de un obispo repleta de monedas de oro, pero aquel año el dragón persiguió a solteras y casadas bramando encelado. De tal desorden quedó preñada la molinera, viuda todavía en buena edad, y a su tiempo nació Rabín. El muchacho había sacado de su padre un rabo de lagartija, que la madre se empeñaba en que mantuviese oculto en un bolsillo de tela que le cosió en los fondillos del calzón. Transcurrido un año la asamblea de vecinos eligió nueva moza para la ofrenda. Una joven con la alegría del confeti en la risa. “Falondrón ya da lustre a sus colmillos y brillo a su aguijón para regocijo de niños y espanto de paisanos”, recita en la plazuela un ciego. La molinera, sintiendo celos y dispuesta a evitar la coyunda, regaló a la joven un bote de insecticida Raid. Desde entonces el pueblo paga feliz sus impuestos.