EL NIÑO Y LA MUERTE

Hay acontecimientos que nos hacen sentir que la distancia entre la vida y la muerte es delgada como un cabello. A mí se me reveló lo caprichoso del destino por sorpresa. Hace años que trabajo de celador en el pabellón para enfermos terminales de un hospital. He visto morir a mucha gente. El dolor ajeno se hace cotidiano y los sentimientos se embotan, pero cierta noche, estando de guardia, fui testigo de algo que no puedo olvidar. Encontré a la muerte sentada a los pies de la cama de un niño. Conversaban.
—¿Por qué has venido a verme? —le preguntó el niño.
—Vamos a hacer un largo viaje y has de estar preparado —respondió ella.
—Toma mi cuaderno y estos lápices de colores, hazme un dibujo —pidió el pequeño.
La muerte tomó el cuaderno, pero al instante se lo devolvió.
—No me gusta la gente que me engaña, no hay ningún dibujo —protestó el niño.
—¡No perdamos tiempo, dame la mano, tenemos mucho camino! —exclamó la muerte. —Espera, déjame regalarte algo —el niño comenzó a dibujar. Al rato había acabado y le entregó su obra.
—Es el retrato de mi madre. Eres igual que ella el día en que papá me dijo que se había ido para siempre.
Vi una lágrima temblar en las mejillas de la muerte. A mí lo que me temblaban eran las piernas. La Muerte se puso en pie.
—Tengo que irme —dijo.
—¡Espera, no te olvides del dibujo! —gritó el niño, pero ella ya no estaba allí.