De la densa niebla emergió, horrísono y
atemorizante, el ejército enemigo. Nos superaban en miles, en millones
de disciplinados soldados. Nosotros solo éramos un puñado de hombres y
mujeres atemorizados. Sabíamos que contaban con sofisticadas armas de
destrucción masiva. No fue sino después de la derrota, cuando la mayoría
de nuestros enemigos yacía muertos o agonizantes, que descubrieron
cuales eran nuestras armas: la razón y la verdad.