Palabras para Juan Gelman


Hay poetas que tienen dos, tres y hasta siete vidas como los gatos. Maúllan toda la noche por los tejados y buscan, bajo la luna de plenilunio, a su amada. Escriben largos poemas que recitan a las muchachas en los parques y beben ajenjo hasta caer redondos, esferas hinchadas de vanidad. Otros, por el contrario, beben té inglés en diminutas tacitas, frecuentan señoras de edad y miran de reojo el cuerpo sudado de los efebos que juegan al fútbol.

Pero él era diferente.

Algunos poetas huelen a tabaco, a hierbabuena, a madera recién cortada, se maquillan las cejas con melancolía de primavera y guardan en el bolsillo una moneda de níquel para comprar la felicidad. Otros, por el contrario, huelen a cuero viejo, a sexo prohibido, y recitan poemas de Eliot como pájaros con las alas quebradas.

Pero él era diferente.

Nunca salió de su boca una queja, sin embargo escribía largos lamentos por la tórtola, el sapo o la cucharita de sammy mccoy, lamentos que hacían brotar leche en los pechos de las vírgenes y bostezos en la boca de los funcionarios. Poemas deshojados como la margarita del amor, sí, no, sí, esta tarde bailaré en sydney west.

Sus pies membrudos hundiéndose en la tierra, su cabeza brava como las nubes de una tormenta, solían pasear por la plaza San Martín recitando versos y su vocecilla daba la vuelta al mundo. Esto ocurrió en un país lejano, para que nadie en la vieja Europa pudiera reprochar a la palabra su facultad de decir caballo, esperanza o lágrimas y juntando sílabas, como el niño que balbucea, llevar la alegría al corazón de los hombres.

¡Ay, Juan Gelman, paseando solo por las esquinas del verso! Gallo cantor a la candela del alba, se te vuelven dulces las mujeres con sus zapatitos de charol, quien pudiera arrancar una pluma de tus alas para escribir versos de amor.