De lo que le acontenció al Cavaliere Carlos Broschi, apodado Farinelli, en la Hispana Corte



Mulato era un adolescente de piel lustrosa como el betún, soberbio cuerpo atlético
que recordaba los tallos de bambú mecidos por la brisa del trópico y ojos de tigre encelado. Había nacido en La Española y antes de que le bautizaran su madre ya le llamaba Eleguaá, el que posee las llaves que abren las puertas del destino. El Castrado lo adquirió como regalo de Handel durante los años que permaneció en Londres. Del modo en que llegó el muchacho a aquellas frías tierras es un misterio, nunca lo contó, pero es posible que estuviera enredado en alguna historia de bucaneros, pues no era infrecuente que en sus correrías los forajidos raptaran adolescentes para solaz de la tripulación en las largas singladuras.


Aceite de almendras para darle masajes enérgicos sobre los muslos mórbidos. Las nalgas se tensan adquiriendo la forma de un corazón de Jesús cuando se faja la cintura con una banda de seda. Aceite de aloe y presillas de madera con resorte mecánico, artilugio construido por un relojero suizo, para aplanar la bulbosidad de los pechos.
Cada día Mulato empleaba tres horas en embellecer al Castrado. Cuando finalmente la capa de armiño cubría sus hombros, un hervidero de grillos inundaba la alcoba. Grititos, chillidos, dichas redichas. Preso en su belleza, una araña gigantesca en el centro de la red multicolor de afeites y carmines, adobado con mohines de opereta, el adornado era imagen admirable e inquietante
con figura de pájaro,
con figura de árbol,
con figura de nido.

CASTRADO.- Es llegado el momento del acto...
MULATO.- del acto sublime.
CASTRADO.- de la opera...
MULATO.- La opera celestial
CASTRADO.- La reopera de los ángeles…
MULATO.- que tocan su órgano seráfico.
CASTRADO.- Aquel que emociona a los reyes y las damas.
MULATO.- Que emociona a la nobleza y al pueblo llano y al canónigo que arrima el bulto al director de orquesta y ruge la fiera una piadosa letanía de altos y contraltos...
CASTRADO.- (Enojado) ¡Alto ahí! Cortad la verborrea y dadme el ponche de huevo y ostras que suaviza el gaznate. (Muy espiritual) ¡Por la virgen de Covadonga! Mirad que estoy fastidiado de repetir desde hace años la misma canción. Me siento un guacamayo, encerrado en esta jaula de oro de la que sólo me dejan salir para que les distraiga. Este rey bobo y su melancolía me agotan. (Engolado y con voz de flautín) Vamos, aligerad, quiero la higa de Compostela que tanto protege mi suerte. En el salón ya han de impacientarse por mi ausencia.


Castrado comenzaba a girar por la alcoba, sus pies no tocaban el suelo, aupado por una beatífica inspiración era materia incorpórea, pura espiritualidad, una muñequita gótica y sarmentosa. Tras él corría Mulato, esbelto y hermoso, haciendo sonar las ajorcas de coral de sus tobillos.

A cada vuelta Castrado se paraba frente al espejo.
Ensayaba un pas de deu.
Entonaba un do-re-mi-fa-sol.
Exhalaba una flatulencia.
Corría de nuevo hasta que otro espejo reclamaba su atención.
Fue así como se aficionó a la danza. Un día, sin habérselo propuesto, se levanto del lecho ejecutando graciosísimas piruetas con tan acertado arte que desde entonces el baile acompañó a sus recitados operísticos.
La mise-en-scéne estaba cuidadosamente preparada. En uno de sus revoloteos Castrado se dejaba caer sobre la cama. El mulato se masajeada la tranca y cuando el glande amenazaba estallar el frenillo saltaba sobre su amo, al que empitonaba con rabiosa saña. El cuerpo a cuerpo duraba segundos, pero tenía el ímpetu de un seísmo acompañado del agudo griterío de aves tropicales. Era el último acto antes de acudir a la presencia del Rey. Conmovido y apaciguado Castrado podía cantar como una lluvia menuda o un aguacero aparatoso. Su voz era una paloma que se alzaba en vuelo y un gavilán abatiéndose sobre su víctima.

A Felipe V de España, rey melancólico y barroco, le gustaba vivir rodeado de ónices, ópalos y cuarzos y sus súbditos le regalaban buñuelos, toronjas y uvas. La incultura de un pueblo se aprecia en los regalos a su monarca, decía, y el español es pueblo de curas y putas. Dispuesto a resolver la situación reunió a los teólogos del reino y a los bufones de palacio y le dijo: librepensadores, comuneros y chismosos quiere acabar con España, permaneceréis encerrados hasta que deis con una solución para que mi pueblo me ame. Castrado los presidía sosteniendo un cetro de bambú en la mano y una corona de laurel sobre las sienes. Los sabios, los locos y los impotentes determinarían la suerte del católico reino de España. Las discusiones se alargaron. Si unos querían un cenobio los otros un pancracio, si unos un templo de Dios, los otros una casa del lenocinio. Nueve meses y un día llevaban en aquella tesitura cuando una mañana la interrupción del Mulato puso punto final a las disputas. Entró en la sala vestido de indio colombino, tocado con una corona de plumas multicolor, (desde aquel día se echaron en falta varias de las aves tropicales del monarca), y como único ropaje un. La naturaleza le había agraciado con
tan portentoso aparejo que no pudieron los teólogos pensar otra cosa que aquella descomunal serpiente encarnaba al diablo.

El rector de la Universidad de Toledo, emocionado, recitó de corrido la Ciudad de Dios de San Agustín iniciando un periodo manierista.
El rector de la Universidad de Valladolid, hispaniarum regnis Inquisitoris, pedía ser empalado para purgar sus pecados.
El rector de la Universidad de Salamanca salmodiaba:

Polífagos los que comen mucho.
Aerófagos los que no comen nada.
Coprófagos los que comen mierda.
Escatófagos los que comen carroña.
Necrófagos los que comen muertos.
Paidófagos los que comen niños.
Ginófagos los que comen mujeres.
Antropófagos los que comen hombres.
Zoofágos los que comen carne, carne, carne...

Y se abalanzó sobre el Mulato, que si no da un descomunal brinco hubiera visto amputada su quinta extremidad.

¡Un santo! – gritaban los bufones alborozados, de donde la teología concluyó que los simples alcanzarán el reino de los cielos. Roma dictaminó que aquellos que aspirasen a alcanzar la beatitud debían dejar que las moscas les entrasen en la boca. ¡Alabado sea Dios, que protege a los insignificantes y los tontos!, se entonó en todas las Catedrales.

La guardia real puso fin al desenfreno y Castrado, que no había sabido imponer su autoridad, fue confinado en su alcoba. No se le permitía abandonarla, salvo a la noche, cuando acudía a entretener la melancolía real entonando invariable la misma canción. Hizo de su dormitorio un joyero, mandó que tapizaran las paredes de cedro fino del que envuelve los tabacos habanos, colgó del techo escarabajos de lapislázuli egipcios, una mano de Fátima marroquí en oro labrado, un Tetragramatón hebreo con cuatro rubíes en las cuatro grammas o letras que expresan el nombre de Dios. Se sentía un mártir y comenzó a beber vinagre, que le daba al cutis una palidez mortecina, con un cortaplumas se abrió en las palmas de las manos las yagas de Cristo en la cruz. Adelgazó, fue adquiriendo en las pupilas un brillo fluorescente, sobre su coronilla se instaló un nimbo luminoso, se cortó las uñas y levitó. Era un místico y con el éxtasis se embarazó de deseos que nunca antes había sentido: ser nombrado hermano de la orden mendicante de los Predicadores y atracarse de yemas de Santa Teresa de Ávila.


VOZ DEL MULATO: La excesividad del castigo causifica la cheverosidad de mi amo, tanto encerramiento le provocó un surmenaje de andale y vamos. Aunque no es fablador ni tiquis miquis tiene un susodicho de aquí me planto cuando se encabrona. Y vea usted que lo que mi amo pone en cada opera que canta es su alma suya, que es grande y blanca y no como la del mulato de color sufrido que les habla, que el manchado la tiene de un apaga y vamos. Y que cosa, mira tú por donde el amo se puso trajinoso y como tiene el aguante fofo se fue para donde los monarcas y les largo cuatro frescas como cuatro escupitajos y aquellos se pusieron muy gallitos y hubo un no sé qué que qué sé yo. Cosas de esta maldita blanquería babosa libidinosa que se vino para Cuba, que se vino para Santo Domingo que se vino para Haití al chingeo y el metemeneo, abriendo de patas al indio, abriendo de patas al negro, abriendo de patas al trigueño, gente que culea y metemenea, peluda como mono, siempre suavones con la biblia, suavones con el cristo y te la cuelan suavona mamarrachona y ya te están dando por comunión. Amén.

Aquella tarde, después de siete meses encerrado en el capullo de la alcoba, Castrado se sentía una larva apunto de eclosionar en mariposa y para ello se dirigió hacia el salón del trono. Se detuvo frente a la puerta que daba paso al trono. La figura del rey le contemplaba al fondo de la sala, cara cretácica, inmovilidad de espectro cubierto por la corona de oro.


—¡Anatema! – gritó Castrado.
—¡Maldición! – berreo Mulato.
—Está muerto – aseveró Castrado
—¿Muerto? Por el pecho que no me dio mi madre, que yo me largo.
—Nadie se mueve de aquí.
—¿Y qué hacemos, pues?

—Cantar. Entonemos la canción de los desvaríos.

Cantó, quebrado el dulce hipo de la copla por un bisbiseo del ánima aterrorizada.

¡Viva el rey Borbón
y la santa Inquisición!
Lerdos mosquicojoneros,
sobreros y enseñaculos,
adefesios pajilleros
toreros, putos y chulos,
honrad a vuestros monarcas
como es voluntad del cielo
y acrecentarles las arcas
con sacrificio y desvelo.

—¡Me estáis gongorizando! -gritó el Rey— Desde la muerte de mi primera esposa han quedado vedados en palacio culteranismos y conceptismos. Yo soy el Poder y por tanta la Palabra es mía. No más juegos verbales, no más flor natural a los poetas, no mas cantinelas italianas por sopranistas capones. Un arte viril es lo que necesita España, la recia voz de un orate que cante las glorias de la monarquía. En una esquina un cuarteto de cuerdas tocó los primeros acordes y la música espesa, el puré de guisantes de la música dio paso al aquelarre de la vida y de la muerte.
Tomados de la mano entraban los invitados.
De la mano el marqués y la marquesa verliniana.
Y la gigantona barbuda con la Curia romana.
Y el balido aquejado de almorrana.
Y el capitán de la hueste indiana.
Todos cubiertos de sayones, todos velados por caretas.

El poder convocador de la música había congregado a una caterva de enajenados danzantes. Representantes de la nobleza y príncipes de la Iglesia, sopabobos del poder y sostenedores de la palabra ajena. Aquellos fantasmas de la corte hispana carecían de rostro humano, no eran sino sombra y nada.

El espíritu de la música infernal les rozaba con un vientecillo frío y apestoso, se les metía por los calzones y les dejaba el alma encogida. Castrado y Mulato arrastrados por el torbellino, locos derviches, se abrazaban mutuamente en el vértigo del baile. Modelados por la fuerza cinética adoptaban formas cambiantes: un ratón y un gato, un hombre piadoso y un sátrapa, como si de figurillas de mazapán se tratase eran gemelos icónicos, efigies de Lladró, e=mc2.

Cuando a la mañana los sirvientes les descubrieron yacían sobre una cortina desflecada. No medirían más de medio metro, se abrazaban asustados y emitían pequeños chillidos que nadie logró entender. Tras unos días en palacio, siendo la diversión de los más chicos, el Rey ordenó que encerrasen a los minúsculos en la casa de fieras.