Ávidos de fama


Pronuncio «Eróstrato» y acuden a mi memoria el nombre de aquel griego que deseoso de gloria quemó el templo de Diana con la intención de inmortalizar su oscuro nombre y también Paul Hilbert, el insignificante empleado de oficina que ansiando salir del anonimato planifica un asesinato colectivo en el cuento que Sastre llamó precisamente «Eróstrato». “Cuando bajaba a la calle, sentía en el cuerpo un extraño poder. Llevaba encima mi revólver, esa cosa que estalla y hace ruido. Pero no sacaba de él mi seguridad, sino de mi mismo: yo era un ser perteneciente a la especie de los revólveres, de los petardos y de las bombas. También yo un día, al terminar mi sombría vida, estallaría e iluminaría el mundo con una llama violenta y breve como el estallido de un magnesio”. Paul Hilbert es mi «alter ego», ansioso de alcanzar la inmortalidad al precio que sea, como Eróstrato quemaré el templo del Arte.

Cuando aspiro a la inmortalidad padezco terror por el vacío y la falta de sentido de mi vida se me hace insoportable, nada encadenada a la nada, nunca alcanzaré el fin buscado. La sola posibilidad de una existencia absurda, aquella que no lleva a ningún lugar, vacío del fracasado, me abisma en la desesperación, la depresión, la inseguridad. Ante un fracaso cabe la solución del recuerdo airado, el menosprecio de los otros, también cabe la solución de la melancolía depresiva. Me siento como Baroja, un neurótico para el que la literatura es la única opción de vida. Mirada airada, ira de la impotencia, una fiebre que lo devora todo. Mi incomunicación es un permanente problema de adaptación que trato de solucionar mediante la rebeldía, pero la rebeldía es sólo un signo de inmadurez en tanto que se trata de una forma poco práctica de resolver mi problema.

La incomunicación me lleva a una verbalidad hostil frente a la realidad que no acepto. Si no temiera tanto el ridículo habría llamado a esto «¿para qué escribir?», pregunta tonta pero que sin embargo denotaría por mi parte una gran sabiduría. Tenemos los escritores lo que Wittgenstein llamó «un parecido de familia», ese terco afán por hablar de nosotros mismos. Lo he sentido con claridad leyendo a Michel Leiris, quien afirmaba con rotunda simpleza que «se es literato como se es botánico, astrólogo, físico o médico». Es inútil ingeniar otros términos, otros pretextos para justificar ese gusto que se tiene de escribir. La literatura es una actividad desacreditada y no digamos un literato, persona notoriamente inútil si lo comparamos con un botánico, un físico o un médico y no digamos ya un astrólogo, con su capacidad de desvelarnos el futuro.

Incapaz de comunicarme, carezco no obstante de pudor, mi impudor está estrechamente vinculado con la literatura, como todo escritor he creado una imagen de mi persona y la aliento y la exhibo exultante, soy el «payado de las bofetadas» con que José Ángel Valente caracterizaba al poeta. Querer y no poder, la literatura es atracción tanto como repulsa, por ello tantas veces me refugio en los alrededores de la creación: en la melancolía, en el hastío, en la ira. Es el aburrimiento existencial, el «spleen» de Baudelaire: «dejando mi alma jadeante, fatigada en medio de las negras llanuras del hastío». La literatura va convirtiéndose así en un no ser, un no saber, en tanto se descompone una realidad de la que huyo.

Fotografías de Almacan