Clastomía pediculta



...a la vista de mis pies huyen los hombres y vienen a treparse los gatos.
S. S.



- I -


Los pies son cadáveres abandonados, yacen en el ataúd de los zapatos y cuando no se les atiende cantan como un coro de doncellas. Coccínelli olisquea el alma de los pies y enciende velas cuando los encuentra en estado de gracia. Sabe disfrutar el sabor de la guayaba madura del triunfador, el almizcle amargo de deseos del adolescente o el místico a incienso y cera del seminarista. Somete a sus amantes a un ritual bíblico, la unción de los pies en una pequeña jofaina de plata que heredó de su madre. Los lava con el mimo de un obispo. Le gusta comparar los pies con el pastel de manzana, comparten su textura tibia y hasta un cierto aroma, aunque esto no lo diga, para evitar sarcasmos. Otras veces, más vaporosa, ve en ellos una ecuación sin resolver o el vuelo de un gorrión multiplicado por los espejuelos del aire. La tierra es clásica y el mar es barroco, repite a sus amantes, y yo soy el mar, añade riendo. Leyó la cita a un escritor cubano, pero debería leer a Rétif de la Bretonne, pues Coccínelle es un dómine de los pies. También es la mejor reinona del Palacio de los Géneros, una drag queen que se juzgaría de mármol y es carne viva, a la que apodan “la vocalista”, no por competencias canoras sino por artes amatorias.


Comparte piso con Dino, una hermafrobollera musculosa y con las axilas sin depilar, una machona. En el Palacio de Géneros, un teatro donde nada es lo que parece ser, cada noche ambas desarman su cuerpo para componerlo de nuevo. Es el juego de un mecano amargo y doloroso. Angélicas, diabólicos, femeninas y masculinos a un tiempo, construyen su identidad sobre el edificio de la carne sin género. Entonces Coccínelle y Dino ríen al unísono. Sus ilusiones son muy grandes entre bastidores. En nada se parecen a las tuyas. Las ilusiones tienen allí distintas formas, son una bailarina azul de Degas, Manuel Flores en un poema de Borges o James Dean atormentado paseando de la mano a una Winona Ryder macrofálica. Pero las ilusiones no son más que esperanzas de una realidad que se resiste, y lo saben.


A primeras horas de la noche frecuentan el teatro parejas heterosexuales, vienen con su risa cornetín de oreja a oreja. Es la hora lírica de las muñecas, con sus sedas coloridas, botines repujados y el prodigioso milagro del maquillaje, ¡qué divertidas!, cantando en playback los éxitos de La Oreja de Vangot. En la alta madrugada el ambiente ha cambiado, sólo quedan lesbianas de dulce encanto y camioneras, machorras de trato. Cuando los drag kings suben al escenario en la sala hay un recogimiento religioso, ascético, una rebelión antigua y poderosa violando la prohibición sagrada de parodiar la masculinidad. Dino sabe bien lo que es la masculinidad, sufrió un padre falo, un hombre mínimo que se creía una hermosa polla caminando erecta por el barrio. Aquella noche está inquieto, Coccínelli sufre desde que llegó su primo Pedro Juan.


Pedro Juan es guapo como un auriga romano y sinvergüenza como un ministro del gobierno, tiene la gracia de un ángel palmípedo. Vino a Madrid en busca de fortuna, se traía del pueblo la ambición por triunfar y la dirección de su primo Luis Fernando, con propósito de alojarse en su casa hasta encontrar trabajo. Descubrir que Luís Fernando, compañero de sus juegos adolescentes, el varón que quisieron modelar sus tíos, ahora se llamaba Coccínelli y hacerse proxeneta, fue todo uno.


DRAMATIS LOCUS. Alcoba de Coccínelli con paredes moradas como las ojeras de la antedicha. Muy modern style, un paisaje contra natura pintado por un prerrafaelista zoofílico, con ositos, leones y patos de felpa por los muebles. Coccínelli, sentada en la posición del loto, se mantiene de perfil contra la ventana. Sobre la pared su sombra es un teatrillo de wayang kulit. Declamatoria: “Le quiero, le quiero y le quiero, culiguapo y chulipito desde chiquito, cuando nos bañábamos desnudos en la alberca del pueblo y su bastón me dejaba bizca. Millones y millones de razones tengo para amarte, pero muy rabino miras a otras, prefieres esas pescadillas tetonas, esas lumias sin chorizito. ¡Yo te enseñaré la nomenclatura amorosa! Te haré conjugar los verbos del deseo, I love you, eu te amo, je t'aime bizcochón mío”.


Coccínelli encendió la televisión y en la Piazza San Marco un tipo muy fino le decía a una joven hermosa y humilde que la abandonaba por una boda de conveniencia con otra de buena familia. Se enjugó una lágrima. Cerró los ojos y vio una góndola deslizándose en los canales de Venecia, las aguas eran un océano de espumas blancas como un traje de novia, y un gondolero hermoso como Brad Pitt entonaba una balada de amor. Y en la góndola estaba ella y el brazo robusto de Pedro Juan le ceñía la cintura y los labios carnosos de Pedro Juan jugueteaban con el lóbulo de su oreja y las palabras sensuales de Pedro Juan le decían que la amaba. Y no quería abrir los ojos, quizá porque la luz es cruel con los sueños, y temía verse en aquella alcoba, sola, preguntándose con qué cuerpo se entretenía Pedro Juan mientras ella en el Teatro de Géneros cantaba, hiperbólica y parlante, las alegrías y tristezas de otros. Aficionada a las telenovelas, encontraba en ellas el lenguaje de su pasión y lo mismo estaba rabiosamente encelada que rabonamente encielada por Pedro Juan, quien poco amigo de las puertas traseras se resistía a los encantos de su prima (suprima lo que no le agrade) y todo aquello creaba una tensión manierista en la que sólo la presencia de Dino, con su virilidad especular y una botella de Fernet Branca en la mano, ponía orden.


HÁLITO ESPERMÁTICO. No tenía donde meterme, así que me fui para casa de mi primo Luís Fernando, le conté mi historia y me dejó quedarme allí unos días. Me gustaba su amiga, una amazona que no se depila y se llama Dino, que no es nombre de hombre ni de mujer, sino de dibujo animado. Andaba todo el día empalmado por esa burra, que aquello de los pelos me erotizaba, pero ella se creía un macho y cuanto pude sacar en limpio fue bla bla bla de la camaradería entre tíos. Lo peor vino con Luís Fernando, que ahora se llama Coccínelli. Es una loca apasionada, me persigue y se vuelve mariposa si la miro y se torna lagartona si la ignoro. Una tarde se untó el cuerpo con leche condensada y correteaba desnuda por la casa. Juro que vi golondrinas que sujetaban una corona de espinas sobre su cabeza. “¡Violaste al dios-puta!”, gritaba bujarrona y tenía como Vishnú una trompa morrocotuda. Apenas alcancé a encerrarme en el baño y echar el pestillo. La vesánica aporreaba la puerta, no quiero imaginar con qué, porque mi prima tiene un martillo pilón entre las piernas.


- II -

Cuando Coccínelli acaba su número van a cenar a una boite frecuentada por sudacas y marroquíes, un lugar donde los putos beben las heces de la noche febril. Dino lo detesta. Es una concesión a Coccínelli, que disfruta contemplando a los chaperos hermosos con los signos del amor reciente en el rostro. Dino lleva el pelo con gomina, a lo varón. Coccínelli gafas oscuras para ocultar los ojos enrojecidos por las lágrimas y en el alma mucha pena.
DINO.- Amargas como el agua de Carabaña, lirio morado.
COCCÍNELLI.- No me ve como mujer. No ve el bulto de mi deseo. Si me amara le tendría como un príncipe. Por él quiero ser femenina, borrar mi cuerpo de hombre. La tecnología puede hacer de mi cuerpo una página escrita que se borra y se reescribe, ¿no crees? Pasar de mujer intención a mujer biológica.
DINO.- Jódete y aprieta el culo si no cambias.
CICCÍNELLI.- No seas vulgar. Necesito saber si para Pedro Juan soy prosa o poesía.
DINO.- Tienes que olvidarle.
COCCÍNELLI.- ¿Olvidarle? ¿Sabes cual es la cosa que más me gustaría ahora en el mundo? La que cosa que más me gustaría ahora en el mundo es que por esa puerta entrase Pedro Juan con un ramo de orquídeas en los brazos, lo depositara sobre la mesa y me sacara a bailar.


Y Pedro Juan entró sin flores. Desde aquella noche tomó la costumbre de acudir a la boite, donde con zalamerías le resultaba fácil levantar el peculio a Coccínelli. La soberbia gallera de aquel macho pisándole la clueca concomía a Dino, que sentía crecer por dentro un gato.


FLATULENCIA DEL TEXTO. Una tarde Coccínelli nos emocionó. Viva estampa de la virtud, daba gusto verla junto a Dino, tan virgen y tan linda. Melosa se comía a Pedro Juan y Pedro Juan expuso su teoría de la comunión universal. “Seré lerdo, pero no maricón, dijo, soy el primer admirador de Coccínelli y acuñaría su efigie en monedas bizantinas, pero nosotros constituimos una trilogía de la inadecuación, la teología de unos cuerpos que giran sin encontrarse. El misterio de la santísima Trinidad.


Dino se negó a la sopa agridulce del amor tripartito y la furia brotaba de su corazón cuando contemplaba a la tonta de Coccínelli bañándose en la alberca de los desamores de Pedro Juan. No podía haber otra explicación a la tontuna que se había apoderado de su amiga que la abducción monstruosa de su mente, ocasionada por la sobredosis de hormonas a las que se sometía desde su enamoramiento.


Coccíneli, en una crisis de ansiedad, comenzó a comprar zapatos. Primero los apilaba dentro de los armarios, cuando el espacio fue insuficiente comenzaron a colonizar todos los ámbitos de la casa, bajo la cama, en los altillos, sobre el sofá, en la bañera. Zapato parlanchín, de taco alto y perfil femenino o de suela gruesa y mal educado, bota paramilitar. Cada mañana se calza y se descalza mil veces, se contonea, caderitas bailonas de un organista catedralicio, y no se baña porque está aterrada del amor que siente. “Zapatito de cristal, ¿qué pies calzarás, los pies blancos del Papa, los pies negros del gañán? Y el zapatito contestaba: “Los pies de aquel al que tu amas”.


Aquellos días Dino se deprimió y pasaba muchas horas desnudo, sentado frente al espejo de su alcoba, observando su sexo, o su ausencia de sexo, porque veía en su vagina una ausencia, un hueco a falta de completarse, una carencia de su realidad de varón, de macho príapo colérico. Mirarse o dejarse mirar, actitudes femeninas que necesitaba desterrar. Y tomó la decisión, ¿qué decisión?


- III –


Han dejado su trabajo en el Teatro de los Géneros. Son gorriones atrapados en liga, cangrejos en retel, sueños encerrados en cajas de zapatos. No salen de casa, suspiran y se atascan las cañerías. Se parecen como gemelas, como un matrimonio viejo, como el policía bueno y el malo. Viven en penumbras, tienen pocas luces, las cortinas corridas para no marchitar la piel lechosa de Coccínelli. La una se prueba zapatos, el otro barrunta su desquite, el gallo desplumado, el corte en la cerviz, la jofaina llena de sangre tibia.


Los vasos no tenían impaciencia ni los manteles mácula ni ellos otra ocupación que preparar el convite. Una sierpe de luz se desplaza por la estancia, es Coccínelli que con una palmatoria en la mano va de acá para allá colocando una flor, enderezando un cubierto, exhalando un suspiro. Dino tienta el filo de un cuchillo contra la piedra de amolar cuando en la calle ladra un perro. La noche comienza a llenarse de deseos húmedos como el tragadero de un lavabo. Relinchan los apetitos de la carne, sin duda cansados de abstinencia, porque en aquel nicho de amor llevan una existencia castísima desde que abandonaron el teatro y ahora huele a muerto y a estofado sin sazón. Recelan del aire y de la otra y estudian, quizá por correspondencia, el arte de la gastronomía. Llevan una semana encerradas en la cocina, trajinando entre ollas y sartenes. No encuentran a Dios, tienen sentenciada la alegría y miden el tiempo con tremendas jaculatorias.


DINO.- ¿Crees que vendrá?
COCCÍNELLI.- Siempre viene. Es el bienvenido, el deseado.
DINO.- Tu le deseas porque eres una gallina y crees que es tu gallo y andas cacareando por el corral toda desplumada, que no te llega la vergüenza al cuello.
COCCÍNELLI.- Le deseo porque es más hombre que tu y más ameno y más que menos. Se lo que te duele, te duele que piense en él y en los pececitos de sus pies.
DINO.- Ya tiene punta el cuchillo, cuando llegue le voy a eviscerar, le dejaré como un fantoche con las tripas en la hoya y comeremos “paté de foie”.
COCCÍNELLI.- Lo comerás tú, que yo me lo comeré a besos.
DINO.- ¿Crees que no lo sé? Te he visto metiéndole mano y le tocabas lasciva, gimiendo como una perra. Me asquea tu amor al prójimo.
COCCÍNELLI.- (Dulce dulcísima) El se ha ido y me he quedado sola como una rosa en un sagrario, como una gota de sangre enamorada, era tan fino, se me encienden rubores gustosísimos reviviendo su acometida de potro. Hacía de mi cuerpo un pantano de apetitos y yo era una niña inmaculada, inflamada de amores sagrados, con mi traje de primera comunión, toda vestida de blanco, pero él me tentaba con su pecado venial y cuando mi manita lo acariciaba crecía, crecía y era un pecado mortal.
DINO.- (Venenoso) ¡Calla! Es la locura de las hormonas, que te han raptado la mente y te hacen cruel y tonta. Termina de poner la mesa. No puede tardar ya.


Coccínelli coloca sobre la mesa el puchero con un guiso de carne suculenta, con patatas, con amor estéril. “Así, así, levanta la tapa con dulzura, que no se escape”, le dice Dino. “Echa a correr, amor mío, y deja que te persiga mi recuerdo”, grita Coccínelli, al tiempo que destapa la cacerola. Tiernos, delicados y aromáticos, los pies de Juan Pedro humean en el puchero.