Matria

Matria, nuestra reina, sol inmenso y abrasador, se sucederá a sí misma, omnipresente y omnipotente, porque así esta reseñado en el Libro de las Crónicas, donde la-que-todo-lo-sabe y la-que-todo-lo-puede, dejó escrita la historia pasada, presente y futura de mi pueblo. Ella es el orden y fuera de ella sólo existe el caos.

MATRIA.- ¡Me voy! ¡Me desencuajo! Me siento un pellejo de vino a punto de reventar. Ay, que dolor se me acomoda en la boca del túnel. Tiene la fuerza de un buey. Los muy malditos siempre vienen de nalgas. Aspiro y un empujoncito. Espiro y… ¡Ya asoma!. Veo sus manitas, siento su aliento, puaf, que peste a ajos. ¡Oh, que hermoso y que grande has nacido, hijo mío!

BUENTUNO.- Madre, permíteme expresarte la satisfacción que siento por haberme traído al mundo con mi traje de general de los ejércitos imperiales, incluido este yelmo con el que en algún momento temí desgarrar vuestro ser. Fue cosa de mi padre, me diréis, que no se quitó las espuelas el día en que me concebisteis, pero se que el árbol recio da frutos nobles y sois olma grande y vigorosa.

MATRIA.- ¡Calla, gandul! Harto sabes que jamás tuvimos progenitor varón en nuestra dinastía. Soy una y única, principio y fin, y tú y tus hermanos existís por mi voluntad. Corre al cuarto de armas y júntate con ellos, que están impacientes por conocerte.

Obedeciendo las indicaciones de su madre Buentuno se dirigió en busca de sus hermanos. La habitación de la guardia se situaba al fondo del castillo. Muros de piedra con gallardetes de batallas nunca acabadas, baldosas gastadas por botas militares. Tres cabezotas arrugadas y feas, tres pares de ojos ratoniles, cejijuntos, tres héroes deformes y enanos le observaron. Buentuno se emocionó al contemplar a sus hermanos. Palomas zureaban en los aleros.

— Siempre estos pájaros negros y ese gemir del viento. ¿No oís su lúgubre ulular?

Tres voces: ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres?

— Cuanto me gustaría tener miedo y no estar lleno de arrojo como un toro.

— ¿Eres un vagamundos? Estudiemos juntos este mapamundi.

— ¿Tienes hambre? Te prodigaré palabras de consuelo.

— ¿Has desertado del ejército? En esta caja está llena de medallas al valor.

— Este aire que se cuela por los pasillos me sacude las orejas para recordarme lo que he venido a hacer.

Tres voces: ¿Qué es? ¿Qué es? ¿Qué es?

— Acabar con el desorden en este maldito pueblo, que no paga su diezmo ni respeta a nuestra madre.

— ¿Habéis visto sus músculos? No se parece a nosotros. Sin duda madre te concibió contemplando a un potro galopar por el campo.

Falondrón tiene cabeza de gallo y cuerpo de lagarto. Galligarto ponzoñoso, luce un rabo de látigo inquieto y zapatones de alguacil mayor. Más perverso que un sacristán, vive en el foso del castillo, allí hay una cueva en tinieblas como ojo de ciego, pozo tormentoso donde vierten las alcantarillas de la fortaleza. Aquellas aguas pestíferas le han colmado de fatalismo y rencor. Es un preso político, un paria que ha leído a Bakunin, y al que admira el pueblo insurrecto. ¡Que vivan los que no pagan impuestos ni temen admoniciones y les importa una higa la Matria! Cada festividad del Corpus el pueblo ofrece a Falondrón una moza de bien desear que aplaque sus ardores. En un tiempo intentaron cambiar la donación de la doncella por la bolsa testicular de un obispo repleta de monedas, pero aquel año el sulfúrico engendro, en vez de custodiar el puente del castillo para alertar de la salida de los recaudadores, consumió el tiempo en perseguir a las mujeres del pueblo, invitándolas a copular en las eras. De aquel desorden quedó preñada la molinera, viuda todavía en buena edad, y a su tiempo nació Rabín. El muchacho había sacado de su padre un rabo de lagartija, que la madre se empeñaba en que mantuviese oculto en un bolsillo de tela que le cosió en los fondillos del calzón. Andaba Rabín bobo de amores por Belicosa, jovencita algo mayor que él, dulce como guirlache y con la alegría del confeti en la risa. Por ser cosa de la edad o por el calor del verano la muchacha le cantaba:

“Hijo de lagarto, lagatín,

enséñame el rabito, Rabín”

Y el mozo enrojecía. Una tarde terminaron regocijándose entre costales de harina, en el molino materno, y les sorprendió el cura, que acudía a molturar las penas de la molinera. A petición de la madre buscó un modo de apartar al mozuelo de la joven.

LA VOZ CANTANTE.- Viva el pueblo de Villanada de Aquíno, tan resalado que en asamblea de vecinos sin voz ni voto, presidida por el cura y el torero rijoso, sus ciudadanos más ilustres, y de cuantos quieran sumarse, pero sin hacer ruido, ha elegido a Belicosa, de carnes blancas de queso, como la joven que se ofrecerá este año a Falóndrón, quien ya ha dado lustre a sus colmillos y brillo a su aguijón para regocijo de niños y susto de paisanos.

“No estoy dispuesta a ser banquete de nadie”, dijo Belicosa malhumorada y se subió a un guindo, de donde no hubo modo de hacerla descender. Llevaba encaramada una semana cuando pasó bajo sus ramas Buentuno acompañado de sus hermanos.

— ¿Qué hacéis en ese castaño, lindo gorrión? – le preguntó el milico.

— No es castaño, sino guindo, y no soy gorrión, sino moza.

— Gorrión o moza poca importa, ese árbol es de mi madre y no tenéis permiso para anidar en él.

— Bestia presuntuosa, con estas manitas pinto la luna, con estas tetitas arrastro un par de carretas, con este culito prendo los volcanes, ¿y me va a dar órdenes un soldadito de plomo?

Nunca le había hablado una mujer en esos términos. Buentuno se enamoró. El amor nos hace obtusos o poetas y él tocaba retreta floreada al amanecer. Decidió matar al dragón Falondrón y casarse con la doncella.