El claro de una plazuela alumbrado por la luz anémica de una
farola; es un barrio enamorado de su desdicha. La mala suerte viaja en taxi y
las desgracias se tienden a orear en las ventanas. Madrid, años tantos tras la
crisis. Las sombras se han adelgazado por el hambre y la esperanza usa bufanda.
Un hombre se desliza contra el muro de las casas, el rostro demacrado atestigua
que solo se alimenta de aspirinas y mala leche. La huelga de ganaderos ha
puesto a Drácula al borde de la anemia. Es el último fantasma real de una
España expresionista en blanco y negro. Acaba de abandonar su catafalco en
busca de trabajo. La fachada del Teatro Price, temblona y desmemoriada, tiene
un feroz apetito de artistas nuevos. Por su puerta han entrado atléticos
militares, contorsionistas diputados en Cortes y hasta algún enano que llegó a
presidente de gobierno. Pero el público, con feroz apetito, exige
constantemente nuevos espectáculos. “¿Qué sabe hacer?”, le pregunta el director
con guasa. “¿Beber sangre? Eso está muy visto, acabo de despedir a un banquero
que bordaba el número. ¡Ah, que se puede convertir en un murciélago!”. Un
patético revoloteo de gallina por respuesta. Drácula está viejo y deslucido,
demasiado manoseado por los amantes de los mitos. “No tiene acomodo como
artista, pero puede anunciar nuestra comedia sobre Nosferatu. Junto a los
urinarios góticos, en el vestíbulo del teatro, Drácula sostiene un cestillo con
los programas. Le han maquillado de muerto, su aspecto natural no resultaba
convincente.