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Roy Lichtenstein |
Al morir su marido el mundo comenzó a desmoronarse. Primero
fueron pequeños detalles, el cenicero limpio la privaba del placer de rezongar
por el olor de las colillas; en la cocina, como en el amor, la soledad es
frustrante y dejó de guisar; lo terrible vino cuando el reloj se fatigó y las
horas transcurrían con exasperante lentitud. Fue entonces cuando tomó la
decisión. Se deshizo del smartphone y mandó instalar en el dormitorio un viejo
teléfono con disco para marcar. Cada noche, antes de dormirse, levanta el
auricular y escucha el ruido de la línea, distingue lejano cómo le susurra su
marido una conversación romántica con lluvia de fondo.