DE ALMUERZO, CEBOLLA Y PAN. Y DE NOCHE, SI NO HAY OLLA, OTRA VEZ PAN Y CEBOLLA © Eduardo De Benito El español es un pueblo muy severo, amigo de las expresiones de carácter inequívoco, y al tiempo creador de una rica cultura culinaria. Quizá, por ello, ninguna frase es más elocuente del desprecio al ignorante que la expresión descalificatoria: «no sabe ni freír un huevo». La gastronomía española tiene tantas ramificaciones, variaciones, estéticas y deleites, como las tiene la pintura española, de ahí su universal nobleza. ¿De dónde le viene al español el amor a una rica mesa regada de nobles caldos? ¡Del hambre que ha pasado! Pero que no se piense que el español fue un pueblo de incultura gastronómica. En 1423, Enrique de Aragón, Marqués de Villena (1384-1434), terminaba de escribir en Torralba de Cuenca su «Arte Cisoria», un manual sobre el arte de trinchar con cuchillos las carnes, pescados y frutas. Libro culinario que el autor dedicó a Sancho de Jarava maestro trinchante del rey Juan II de Castilla. En sus páginas se deleita describiendo el placer del buen yantar, y en especial el agrado de degustar las criadillas de carnero y el obispillo de las aves grandes. Con la dinastía de los Borbones llegó a España la alta cocina francesa, pero las clases populares continuaron con su cocina tradicional. En la Corte se comía al estilo francés, en la calle el castizo puchero con pan y vino. La rústica sabiduría de Sancho Panza lo expresó muy bien antes de que los galos importaran sus exquisiteces. «Mirad, señor doctor: de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas regaladas ni manjares exquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas; y, si acaso le dan otros manjares de palacio, los recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen» La novela picaresca fue un género netamente español que se extiende entre el Renacimiento y el Barroco. Por sus páginas se pasean vagabundos y pícaros, personajes sin destino, cuya alimentación dependía de la caridad de los particulares o de las instituciones civiles y religiosas. Por ella conocemos los nombres de algunos platos populares, como hartatunos, sopa boba, atascaburras y duelos y quebrantos. Tan contundentes como su propio nombre, no ocultan el hambre, un hambre que con brillantez describe Quevedo en la olla del Dómine Cabra en la «Vida del Buscón»: «Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con el ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: -"Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula". ¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre mí, cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía que la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas, y dijo el maestro en viéndole: -"¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se le iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer". Repartió a cada uno tan poco carnero que, entre lo que se les pegó a las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes» Y si hasta aquí has llegado leyendo y aún no has alcanzado hartazgo con las viandas, palabra que Covarrubias definió en 1611 como «el sustento de comida que nos dan fuerza para caminar», prueba a preparar en casa el plato creado por doña Emilia Pardo Bazán. La receta aparece en su libro «La cocina española antigua» que vio la luz en 1913 en la colección «La Biblioteca de la mujer». «Se rellena una buena aceituna con alcaparras y anchoas picadas, y después de haberla echado en adobo de aceite, se introduce en un picafigo o cualquiera otro pajarito, cuya delicadeza sea conocida, para meterlo después en otro pájaro mayor, tal como un hortelano. Se toma luego una cogujada, a la que se quitarán las patas y la cabeza, para que sirva de cubierta a los otros, y se la cubre con una lonja de tocino muy delgada, y se pone la cogujada dentro de un zorzal, ahuecado de la misma manera; el zorzal en una codorniz, la codorniz en un ave fría, ésta en un pardal o chorlito, el cual se pondrá en un perdigón, y éste en una chocha; ésta en una cerceta, la cual va entro de una pintada; la pintada en un ánade, y ésta en una polla; la polla en un faisán, que se cubrirá con un ganso, todo lo cual se meterá en un pavo, que se cubrirá con una avutarda, y si por casualidad se hallare alguna cosa vacía que rellenar, se recurrirá a las criadillas, castañas y setas, de que se hará un relleno, que todo se pone en una cazuela de bastante capacidad con cebolletas picadas, clavo de especia, zanahorias, jamón picado, apio, un ramillete, pimienta quebrada, algunas lonjas de tocino, especias y una o dos cabezas de ajo. Todo esto se pone a cocer a un fuego continuo por espacio de veinticuatro horas, o mejor en horno un poco caliente; se desengrasa y se sirve en un plato». ¡Ay, que se me olvidaba el tentempié! Tampoco en las mesas burguesas había abundancia, como testimonia Ramón de la Cruz en el sainete «El Petimetre» Ayer comí en una casa y estuvo aquello mediano: no hubo las extravagancias de la sopa guarnecida ni lo del pichón por barba. Había un lindo trinchero de menestra, otro de pasta, un fricasé, una compota y una o dos pollas asadas, que para quince de mesa es comida muy sobrada.
Buen provecho y no te avergüence eructar, que es cosa de mucha honra, pues entre los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza está: «Eructar, Sancho, quiere decir regoldar, y este es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy significativo; y así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice eructar, y a los regüeldos, eructaciones; y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo»
LA MUJER ARTISTA © Eduardo De Benito Al visitar un museo, encontrarás un gran número de mujeres, pero siempre son modelos o musas en la obra artística de un varón; muy pocas veces son autoras. La historia de las mujeres artistas fue silenciada por el discurso oficial y predominante de rasgos acusadamente masculinos. De hecho, hasta el siglo XIX había temas pictóricos reservados exclusivamente a los varones. La pintora francesa Rosa Bonheur (1822-1899), destacada artista animalista, tenía que vestirse de hombre para acudir con libertad a las ferias y mercados de ganado, cuando realizaba sus pinturas y esculturas de animales. El cuadro «Nameless and Friendless» (Sin fama ni amistades), de Emily Mary Osborn refleja una escena profundamente reveladora de las barreras a que enfrentaban estas mujeres artistas en el pasado. La pintura muestra a una joven pintora en una galería de arte, donde busca vender su trabajo. Su vulnerabilidad queda reflejada en la expresión de los hombres que la observan: uno con escepticismo y otro con indiferencia. Osborn plasma aquí las tensiones entre el talento de las mujeres y la exclusión sistemática que experimentaban en el ámbito de las Bellas Artes. Durante siglos, el arte practicado por mujeres fue percibido como una actividad doméstica o un amable e inofensivo ocio, más que como una profesión legítima. En instituciones como la Royal Academy de Londres, la admisión de mujeres no se aceptó hasta 1860, mientras que, en Francia, el acceso a la educación artística no se produjo hasta 1897. Y en ambos casos, para preservar su honor, les estaba vedado el dibujo del cuerpo humano, los varoniles académicos prohibieron que pudieran trabajar sobre desnudos masculinos o femeninos.
El patrón ideológico de la sociedad estaba plenamente representado en un cuadro del pintor francés Jacques-Louis David (1748-1825), titulado «El Juramento de los Horacios». El cuadro refleja una de las historias más famosas de la antigüedad clásica. Para evitar la guerra, en el 669 a. C. los gobernantes de Roma y Alba Longa decidieron resolver el conflicto con el combate de tres guerreros de cada bando. El enfrentamiento de la familia romana de los Horacio contra la familia vecina de Alba Longa, los Curiacios. La pintura establece una clara dicotomía entre lo masculino y lo femenino, tanto en postura como en composición. Las figuras masculinas, situadas a la izquierda, se alzan erguidas y tensas, con músculos marcados y una actitud de decisión y valentía mientras juran lealtad a las espadas levantadas. Esta postura recalca su compromiso y honor hacia la patria. David destaca el tema a través de una estructura robusta y líneas rectas que definen la masculinidad y la determinación. Por el contrario, las figuras femeninas, situadas a la derecha, aparecen sentadas o desmayadas, con gestos de lamento y resignación, sugiriendo vulnerabilidad y dolor. Sus cuerpos se curvan suavemente, expresando emociones de tristeza y miedo ante la partida de sus familiares. Este contraste entre los hombres en acción y las mujeres en dolor simboliza una separación de esferas, donde el deber y el honor recaen en la esfera masculina, mientras que el sufrimiento y el duelo están en el ámbito femenino.
HASTA EL DIABLO DE LA MUJER MANDAMAS HUYE © Eduardo De Benito En el folclore europeo abundan historias en las que mujeres astutas logran vencer a seres demoníacos, incluyendo al mismísimo Satanás. «Belfegor Archidiablo», es una fábula versificada de Nicolás Maquiavelo. Relato breve y satírico en el que narra cómo el diablo Belfegor, uno de los siete príncipes del infierno, es enviado a la Tierra con el nombre de Rodrigo de Castilla, para comprobar si la vida conyugal es peor que el averno. «Y tras hacerse llamar Rodrigo de Castilla, tomó casa en alquiler; y para que no pudiera conocerse su condición, dijo haber partido de pequeño de España para marchar a Soria y haber ganado en Alepo toda su hacienda, de donde había luego partido para ir a Italia a tomar esposa en lugares más humanos y más conformes a la vida civil y a su intención». A través de esta experiencia, Belfegor terminará descubriendo los terribles sufrimientos de los hombres casados y cómo convivir con una esposa puede ser más difícil que trabajar eternamente en el averno. La trama tiene un desarrollo cómico, presentando a Belfegor como un personaje que se ve enredado en las dificultades de su vida matrimonial con una mujer autoritaria que se llama Honesta. «Había la señora Honesta llevado a casa de Rodrigo, junto con la nobleza y la belleza, tanta soberbia que ni Lucifer tuvo nunca tanta; y Rodrigo, que había probado la una y la otra, juzgaba la de su esposa superior; más no tardó en aumentar en cuanto ella se dio cuenta del amor que el marido le profesaba y creyendo poder dominarlo a su antojo, sin piedad ni respeto alguno lo humillaba, y no dudaba, cuando él le negaba algo, en atormentarlo con palabras viles e injuriosas». Aunque Belfegor llega al mundo con toda la astucia demoníaca, es incapaz de aguantar el carácter mandamás de su esposa. Sus problemas conyugales lo llevan a la ruina y tiene que escapar, aceptando que, incluso para un diablo, las mujeres representan un desafío formidable. El tema había sido tratado con anterioridad por Mateo de Bolonia, un clérigo francés que en 1295 escribió en latín el «Liber lamentationum Matheoluli» (Las lamentaciones de Matheolus), donde argumenta que el matrimonio hace triste y miserable la vida de los hombres. La historia fue traducida del latín original al francés por Jean Le Fèvre de Ressons a finales del siglo XIV. Unos años más tarde, el poeta francés Jean de La Fontaine (1621-1695), autor de fábulas y cuentos licenciosos, la recrea en verso en «Le Diable de Papefiguière». Desde el siglo XVIII, un grabado libertino de Charles-Dominique-Joseph Eisen (1720-1778) ilustró todas las ediciones del texto. El argumento de La Fontaine es sencillo pero muy efectivo. Un agricultor que se encuentra labrando su tierra es sorprendido por un peregrino de apariencia extraña. El peculiar personaje le desafía a determinar quién de los dos tiene la habilidad de arar más terreno. El campesino acepta la apuesta y quedan emplazados para el siguiente día. Cuando regresa a su casa, le cuenta a su mujer que un peregrino con cuernos y rabo, le ha retado y está seguro de que le ganará con facilidad. La mujer identifica al diablo en la descripción y se siente angustiada, temerosa por perder su finca. La mañana siguiente se levanta, dejando al esposo en la cama, y aguarda la aparición del diablo, que le pregunta por su marido para cumplir con la apuesta. Como respuesta, ella se levanta las faldas y muestra al diablo sus partes pudendas depilada, quien, asombrado por lo que observa, le pregunta: ¿Quién te ha ocasionado esa terrible herida entre los muslos? La mujer responde con serenidad: Mi esposo, anoche, preparándose para la apuesta que tenéis para hoy. Frente a la exhibición de poder del adversario, el diablo asustado escapa corriendo de la casa y la mujer salva la hacienda familiar. Estas traviesas historias tienen su fuente en un texto del filósofo griego Plutarco, en el libro «Las virtudes de las mujeres» (Mulierum virtutes), donde cuenta el modo en que las mujeres persas salvaron su ciudad. El ejército persa, derrotado por los medas, regresa humillado a su tierra. Las mujeres temen que los medas saqueen sus casas. Esperan al ejército vencido a las puertas de la ciudad, donde les cortan el paso, acusándoles de cobardes. Allí adoptan una actitud desafiante frente a sus maridos e hijos. Al unísono se alzan la falda para mostrar sus genitales al tiempo que les increpan: “¿Queréis esconderos en el lugar del que salisteis al mundo llorando?", lo que no solo avergonzó a los derrotados, sino que les dio un renovado sentido del honor y la urgencia de defender su ciudad. Este gesto, carente de obscenidad en el mundo clásico, se denomina anasyrma.