Sutil Venganza



El café está casi vacío cuando acudo a mi cita con el escritor famoso. El saca un lápiz del bolsillo interior de su chaqueta, que contemplo sin saber si espera que le diga algo o simplemente se siente un novelista consagrado y debo limitarme a observarle con muda admiración. Comenta algo sobre la superioridad del lapicero frente a la estilográfica y comienza sobre una servilleta de papel una breve demostración de cómo se escribe una obra maestra. Esta es la peor de las historias, pienso. Fue entonces que el escritor se levantó, se puso su gabán y pareció determinado a irse, pero se quedó en la puerta, inmóvil, sin acabar nunca de desaparecer. Miré la hora, medianoche. Apagué la luz y me dormí con la íntima satisfacción de haber fastidiado a aquel presuntuoso escritor. Su novela resbaló de mis manos al pie de la cama.