La bomba atómica de Franco




Madrid, ciudad cachonda y revolucionaria, vivía el asedio de las tropas franquistas. Los madrileños, gentes con las tripas llenas de juerga y la cabeza de filosofía, resistían heroicamente. Pero una mañana el viento barrió las calles con la mala noticia, los falangistas habían pedido a Mussolini una bomba con la que aarrasar la ciudad.
El centurión Carletti llegó de Roma trayendo en la cartera los planos de un arma capaz de acabar con todas las guerras. La “macchina infernale” la había bautizado “Il Duce”, impulsor del invento. Comenzaba el asalto final a Madrid.

Rataplán, rataplán, retumbó el tambor y el pelotón echó rodilla a tierra. ¡Apunten!... La descarga hizo estremecerse al sargento Matanzas. Nunca se acostumbraría a aquellas ejecuciones sumarias de bolcheviques. Se santiguó según el catecismo de los tribunales militares. Servía a las órdenes del coronel Bragas, por el que profesaba un respeto reverencial además de un amor loco por su hija Adalinda, moza fea, pero de férrea virginidad. Matanzas no medía más de metro y medio, pero le había dado la naturaleza una espingarda temida en los burdeles de España, hasta el día en que se enamoró de Adalinda. Tras el disparo se aproximó al cuerpo caído y viendo que el muerto le guiñaba un ojo con intención de hacerle alguna confidencia, se alejó por temor de que le acusasen de confraternizar con el enemigo. “¡Carajo, lo que aguantan los rojos!”, pensó. Se incorporó el muerto y tras sacudirse el polvo de la ropa enfiló hacia Madrid, donde le aguardaban los milicianos deseosos de conocer nuevas de la “macchina infernale”.

La castidad de Matanzas, dispuesto a respetar la honradez de su amada, amenazaba un holocausto de poluciones y solamente su acendrada fe católica frenaba que ciertas manipulaciones hicieran brotar un mar de lava en sus calzones.

Unos días mar tarde, cuando las tropas franquistas sitiaron el Paraninfo Universitario, la castidad de Matanzas fue puesta a prueba. El italiano, convocado por los generales franquistas, había preparado su diabólica invención, un cohete peniforme, que asolaría Madrid no dejando piedra sobre piedra. Situó el artilugio en la Casa de Campo, donde había instalado el alto mando su cuartel y la “macchina infernale” fue lanzada contra la Villa, donde los madrileños, jugando al tute, aguardaban angustiados su hora final. Una nube de humo envolvió al alto mando franquista, el proyectil del centurión italiano hizo dos graciosos bucles en el aire y fue a estrellarse entre las piernas de Matanzas, con gran triquitraque verbenero y olor a chamusquina. Cuando se disipó el humo todos pudieron ver que la explosión había levantado la colosal espingarda del sargento, que cargada tras meses de castidad lanzó sobre Madrid una espesa y blancuzca sustancia en cantidad tal, que cubrió la ciudad. El italiano desapareció tras el fracaso, pero Matanzas fue elevado al rango de héroe por los generales franquistas. Madrid, pringoso, resistió al grito de “¡No pasarán!”. El general Franco, al conocer la noticia, reunió en Burgos un comité de teólogos para dictaminar si era moralmente lícito emplear tales armas de destrucción masiva, aunque fuese contra rojos depravados.