ÉRASE UNA VEZ UN LOBO, UN PASTOR Y UN MASTÍN… © Eduardo De Benito Este cuento, niños de España, no es sólo un cuento, es la memoria de nuestra tierra bravía, la leyenda de hombres que sueñan con el balido de las ovejas y de perros bravos que durante su sueño vigilan. Es la raíz de lo que la historia nos hizo, un pueblo de pastores que creó un Imperio donde nunca se ponía el sol. La relación entre la España antigua y el pastoreo es profunda y ha dejado una huella indeleble en la cultura, la economía, el paisaje e incluso la psicología del país. La práctica de la ganadería llegó a la Península Ibérica con las primeras comunidades neolíticas. Los pueblos prerromanos como celtíberos y vetones tuvieron en la ganadería un pilar económico y social. Los visigodos, pueblos de origen germánico con una fuerte tradición ganadera y legal, crearon las primeras leyes ganaderas, el Liber Iudiciorum del año 654 y en el Fuero Juzgo, en 1241, el rey Fernando III de Castilla, establecía el derecho de paso y pastoreo, un precedente legal de la futura Mesta. La reconquista fue el gran molde de la ganadería hispana. Los reyes cristianos, para asegurar el territorio conquistado a los árabes, concedían grandes extensiones de tierra, los extremos o dehesas, a nobles, órdenes militares y concejos para su uso ganadero. Nacieron así las Cañadas Reales, la creación cultural y el monumento paisajístico más importante del pastoreo español. Finalmente, la creación del Honrado Concejo de la Mesta en el año 1273 por Alfonso X el Sabio consagró la España pastoral. La huella cultural del pastoreo es inmensa en nuestra cultura, nuestro lenguaje, nuestro folclore, nuestra gastronomía, nuestra arquitectura popular, chozos, corrales, molinos de grano. Miguel de Unamuno vio en el pastoreo el origen del carácter español individualista, aventurero, soberano y con un profundo sentido de la libertad y la honra, contrastando con el espíritu más comunal y sedentario de las naciones de agricultores. La simbiosis entre el hombre, el rebaño y el mastín constituye el basamento de la civilización humana, una herencia biocultural que se inició en los albores del Neolítico. Forjada a lo largo de milenios, en la actualidad se ha convertido en el centro de un conflicto ecológico y social de gran complejidad, debido al regreso del lobo, su antiguo competidor. La conservación y viabilidad de la cultura pastoral, se ve así sometida a un fuerte estrés. No estamos ante una simple disputa por recursos, sino ante un profundo enfrentamiento entre dos formas de relacionarnos con la naturaleza: la domesticación y la depredación. En el Neolítico el ser humano dejó de ser solo cazador-recolector y comenzó a criar ganado. Establecimos una relación de jerarquía y mutualismo con los ovinos. Un pacto mediante el cual los protegíamos de los depredadores y a cambio nos daban leche, lana, crías y carne (matanza controlada) LA DOMESTICACIÓN Y LA PÉRDIDA DE LA CAPACIDAD DEFENSIVA La domesticación de los ovinos implicó, más allá de un control reproductivo y alimenticio, una selección genética consciente para reforzar la docilidad. Las investigaciones de la etóloga Temple Grandin han arrojado luz sobre un cambio crucial de su comportamiento. Las ovejas han perdido su instinto de huida. La explicación no está en su simpleza, sino en lo más profundo de su cerebro. En sus ancestros salvajes, como el muflón, este sistema era hipervigilante. Cualquier sombra sospechosa o ruido extraño activaba inmediatamente la alarma, poniendo al animal en estado de alerta para luchar o huir. Sin embargo, tras siglos de domesticación para seleccionar a los ovinos más dóciles, tranquilos y fáciles de manejar, hemos alterado sin querer este mecanismo. El "interruptor" de ese sistema de alarma (que los científicos localizan en una región del cerebro llamada amígdala) ahora es mucho más difícil de activar. Tenemos rebaños más manejables, pero esto ha tenido un efecto colateral crítico, ha atrofiado su comportamiento antidepredatorio innato. Ya no reaccionan con la suficiente rapidez ante una amenaza, lo que hace vulnerable al rebaño. Esta es la razón por la que el papel del mastín ganadero es hoy más importante que nunca. Los perros suplen con su instinto de vigilancia y defensa el sistema de alarma adormecido de las ovejas. Son, en esencia, el "cerebro alerta" que el rebaño perdió con la domesticación. La historia de las ovejas si inicia con la domesticación del muflón salvaje en la antigua Mesopotamia. Los muflones son animales gregarios como las ovejas, presentes en Europa gracias a introducciones con fines cinegéticos. Ante la presencia de un depredador se juntan y embisten coordinados. Las ovejas, tras siglos de domesticación, han perdido esa capacidad de defenderse frente al lobo. Su comportamiento gregario les lleva a una huida caótica que dispersa el grupo. El estímulo de unas presas huyendo en pánico exacerba el instinto depredador del lobo. Ante un grupo de ovejas vulnerables, la secuencia depredadora del lobo (acecho, persecución y muerte) se sobreexcita y le lleva a una matanza excesiva de animales. No es acto de crueldad, sino el aprovechamiento instintivo de una oportunidad que le brinda la naturaleza, un gran número de presas incapaces de defenderse. UN PAISAJE TRANSFORMADO PARA UN DEPREDADOR PROTEGIDO El lobo había desaparecido de Centroeuropa en la década de 1950, debido a su caza sistemática. El Convenio de Berna (año 1979), y la Directiva de Hábitats de la U.E. (año 1992) declararon ilegal su caza. Pronto recolonizó los Alpes, extendiéndose por Suiza, Francia, Italia, Austria y Alemania. En España el lobo ibérico se encontraba cerca de la extinción en la década de 1970, sometido a una persecución legal que permitía batidas, venenos, cepos y recompensas oficiales por cada animal abatido. Las Juntas Provinciales de Extinción de Animales Dañinos se crearon en 1953 y hasta 1968 intensificaron la persecución del lobo. Su primera protección en España fue parcial, establecida por un Decreto de 1971, que permitía su caza al norte del río Duero y lo mantenía como especieprotegida al sur de este río. En las décadas transcurridas desde entonces la expansión del lobo ha sido imparable. Sin embargo, el territorio al que ha regresado ha cambiado sustancialmente en estos años de su ausencia. Como consecuencia del incremento de la población soporta mayor carga ganadera y agrícola. Al tiempo la superficie forestal se ha incrementado por la protección de zonas verdes, creando corredores ecológicos ideales para que las manadas de lobos colonicen amplias zonas. Paralelamente, la ganadería extensiva se ha expandido por las medidas agroambientales y la preferencia social por alimentos procedentes del ganado criado en libertad. Un carnívoro oportunista como el lobo sabe aprovechar la abundante fuente de alimento que hemos puesto a su disposición. EL PASTOR PADRE Para un pastor, el ataque a su rebaño tiene más consecuencias que las económicas. La relación pastor/rebaño es de carácter paternalista y constituye el núcleo de su identidad socioprofesional. El pastor es el guardián. Un ataque no es solo un daño contable; es un fracaso en su misión primordial, una herida profunda en su orgullo profesional, que le genera impotencia, rabia y una profunda frustración. Este daño emocional, natural en quien se siente con la obligación de cuidar de los rebaños, es subestimado por las autoridades públicas, que reducen el conflicto a meras indemnizaciones económicas. La precariedad de la profesión de pastor, con bajos ingresos, duras condiciones de vida, falta de relevo generacional, se ve agravada por la cohabitación forzosa con el lobo. Adaptarse implica restricciones enormes y costosas en términos económicos y horas laborales: pastores eléctricos, recogida nocturna de los rebaños, presencia constante en el campo. Esta “carga de vigilancia” cuestiona la propia viabilidad del oficio. PERROS DE GUARDA Y POLARIZACIÓN DEL CONFLICTO Los perros de razas como el Mastín español o el Mastín del Pirineo son una herramienta ancestral y esencial. Sin embargo, su implementación en un contexto moderno de turismo masivo genera nuevos frentes de conflicto a los ganaderos. Su instinto protector es malinterpretado como agresividad por parte de excursionistas o dueños de perros de compañía, que provoca frecuentes incidentes. Surge así una narrativa profundamente maniquea que distingue entre “buenos” y “malos” perros. Una doble “educación”, tanto de los mastines ganaderos como de los usuarios de la montaña, es compleja de implementar a gran escala. No olvidemos que el comportamiento de los mastines ganaderos es natural y no ha cambiado en cientos de años. Encontrar una solución hasta la fecha ha fracasado en Francia, Italia y Suiza, los países que más han trabajado en este sentido. De España, más vale no comentar, porque poco se ha hecho. El conflicto ganadero ha cuestionado en los últimos años la visión idealizada del lobo como especie clave, es decir, como un animal cuya presencia sostiene el equilibrio del ecosistema. El argumento de que su desaparición podría desencadenar cambios en cadena que afectarían gravemente la biodiversidad e incluso pondrían en riesgo la supervivencia del propio ecosistema, hoy es cuestionado. La cruda realidad es la depredación excesiva sobre ganado sano, el hecho de que el lobo mata más presas de las necesarias para alimentarse. La visión romántica del lobo como prototipo de lo natural choca con la realidad del campo, muy humanizado, fragmentado y con una densidad ganadera muy elevada. Circunstancias que no invalidan el tradicional papel ecológico del lobo, pero que nos obligan a rechazar las simplificaciones de los colectivos animalistas y matizar la realidad europea. HACIA UNA COEVOLUCIÓN FORZADA El aullido del lobo, mito sonoro de la naturaleza salvaje, y el cencerro del rebaño, símbolo de una civilización agropastoral milenaria, no deberían ser sonidos excluyentes, sino partes de un mismo ecosistema, por difícil que sea su armonización. La recolonización del lobo plantea un desafío que exige superar la polarización. No se trata de elegir entre la desaparición del lobo o la del pastoreo extensivo. Ambas realidades deben, forzosamente, coevolucionar. El futuro del paisaje europeo y de su diversidad biológica y cultural depende de nuestra capacidad para gestionar esta compleja convivencia. Y es aquí donde los mastines se convierten en la llave y solución para esta difícil convivencia, no ya solo entre las dos especies (lobo/ganado), sino también entre la ideología proteccionista estricta y la realidad cotidiana de nuestros campos y nuestros pastores. Aún España no ha asumido que el coste de la conservación del lobo debe ser soportado por la sociedad en su conjunto y no solo por el sector ganadero. Tenemos pendiente crear una legislación eficaz que permita el control de lobos y la regulación de su densidad en áreas de alto conflicto, combinando protección y pragmatismo. También el reconocimiento social de la función pastoril, reforzando el estatus social y económico del pastor como garante no solo de producción, sino de biodiversidad y mantenimiento de paisajes culturales. EL MASTÍN, PATRIMONIO BIOCULTURAL Los mastines son la herramienta cultural más antigua que la humanidad ha desarrollado para proteger sus rebaños frente a los lobos. La propia existencia del mastín es el resultado de una cooperación milenaria entre especies, en la que el mastín actúa como una prolongación de los sentidos de vigilancia humanos, compensando sus limitaciones y protegiendo la vulnerabilidad del rebaño. Europa hoy se plantea el debate entre conservacionismo, identidad cultural y seguridad de la ganadería, y los mastines están en el corazón de ese debate. Animales criados para convivir desde cachorros con el rebaño, miles de años de selección han hecho que su instinto protector no se sustente en la agresión indiscriminada, sino en la disuasión. No son perros de ataque, como el pastor alemán; su instinto protector no se basa en la agresión, sino en la disuasión y la defensa organizada. Durante siglos se escogió a los que, por su mera presencia y su tamaño imponente, redujesen las posibilidades de que cualquier lobo intentase acercarse al rebaño. Son, en consecuencia, un patrimonio biocultural de la sociedad europea. Como resultado la conducta etológica de un mastín es una brillante síntesis de lo que la domesticación con fines positivos ha permitido realizar con los perros. El trabajo de un mastín se sustenta sobre tres pilares: 1) Una vinculación temprana con el rebaño. Se crían entre ovejas desde las primeras semanas de vida. 2) Alto sentido territorial. Se desplazan constantemente alrededor del rebaño, delimitando con su olor y su presencia un espacio que los lobos interpretan como una amenaza real. 3) Respuesta graduada en la protección. Al sentir una amenaza, el mastín primero ladra, se exhibe, marca el territorio antes de llegar al enfrentamiento físico. Solo si el lobo es tenaz en la amenaza se produce el combate directo, normalmente, de todos los mastines que vigilan el rebaño, lo que incrementa su eficacia defensiva. El mastín, que acompaña al rebaño desde el Neolítico, debe seguir siendo un puente entre mundos: entre lo salvaje y lo domesticado, entre la ciudad y el campo, entre la memoria cultural y la conservación de la biodiversidad, entre el derecho a la ganadería y el uso recreativo del campo. Es importante defender el patrimonio natural, los escasos espacios verdes de naturaleza sin mancillar, donde el lobo encuentra su refugio, pero es de igual importancia defender la riqueza cultural de la ganadería, un patrimonio cultural igual de valioso y con frecuencia olvidado, ese pastoreo extensivo, que durante milenios modeló los territorios. Hemos de negarnos a que nos los presenten como realidades opuestas; son dos herencias complementarias de la identidad cultural y ecológica de Europa. Un rebaño acompañado por sus mastines, es mucho más que un recurso pintoresco para fotógrafos; es el legado de prácticas sostenibles que han tejido durante siglos la relación entre ser humano, el animal doméstico y medio natural. Cada sendero de trashumancia, cada dehesa, cada majada son fragmentos de un paisaje cultural que ha permitido la existencia de una enorme diversidad de ecosistemas europeos. Cada pastor con sus mastines no es una imagen anacrónica o pintoresca; es una cultura viva que dota de sentido y equilibrio al campo. En cada rebaño que, vigilado por los mastines, pasta en libertad, reside la memoria de lo que fuimos y habita la posibilidad de un futuro donde la naturaleza y lo humano convivan en equilibrio. Niños de España, nunca olvidéis que España fue durante siglos un pueblo de pastores orgullosos de su origen.