El claro de una plazuela alumbrado por la luz anémica de una
farola; es un barrio enamorado de su desdicha. La mala suerte viaja en taxi y
las desgracias se tienden a orear en las ventanas. Madrid, años tantos tras la
crisis. Las sombras se han adelgazado por el hambre y la esperanza usa bufanda.
Un hombre se desliza contra el muro de las casas, el rostro demacrado atestigua
que solo se alimenta de aspirinas y mala leche. La huelga de ganaderos ha
puesto a Drácula al borde de la anemia. Es el último fantasma real de una
España expresionista en blanco y negro. Acaba de abandonar su catafalco en
busca de trabajo. La fachada del Teatro Price, temblona y desmemoriada, tiene
un feroz apetito de artistas nuevos. Por su puerta han entrado atléticos
militares, contorsionistas diputados en Cortes y hasta algún enano que llegó a
presidente de gobierno. Pero el público, con feroz apetito, exige
constantemente nuevos espectáculos. “¿Qué sabe hacer?”, le pregunta el director
con guasa. “¿Beber sangre? Eso está muy visto, acabo de despedir a un banquero
que bordaba el número. ¡Ah, que se puede convertir en un murciélago!”. Un
patético revoloteo de gallina por respuesta. Drácula está viejo y deslucido,
demasiado manoseado por los amantes de los mitos. “No tiene acomodo como
artista, pero puede anunciar nuestra comedia sobre Nosferatu. Junto a los
urinarios góticos, en el vestíbulo del teatro, Drácula sostiene un cestillo con
los programas. Le han maquillado de muerto, su aspecto natural no resultaba
convincente.
Gran enciclopedia del panegírico
Soy asiduo visitante de bautizos y entierros. Las bodas no
me motivan, lo confieso. Intento dar testimonio de cuanto sucede a un hombre
solo, y no hay mayor soledad que la de ese niño aún ciego y sordo a las
promesas del futuro o ese difunto que yace lejano, ya indiferente a esos
rostros afligidos que lo rodean. Tomo nota de lo que dicen los oradores, sus
palabras se alzan hacia la bóveda del templo inconsistentes como globos de
helio. Nacer y morir estimulan una oratoria sentimental, vacua y de efectos sorprendentes
sobre el intelecto. He visto a padres temblar de felicidad imaginando que su
criatura aplanaba la tierra, cortaba los árboles y colocaba las piedras para
alzar una casa, ignorantes de que será de ceniza, como un amigo del difunto
recordará muchos años más tarde, trémulo y compungido. Con la minuciosa
eficacia de un notario registro cada palabra pronunciada. Estoy escribiendo un
diccionario del panegírico, la loa, el encomio en estas celebraciones. Un
monumento a la oratoria. Tras diez años de exhaustivo trabajo hoy quise revisar
mis notas. El cuaderno estaba en blanco. Ninguna esperanza vertida en los
bautizos, ninguna alabanza dicha sobre el difunto fue respetada por el tiempo.
La culpa es de Newton
En aquel cantón de queso emmental, donde los relojes de cucú
anidan en los árboles, vivía un ballestero llamado Guillermo. Se hizo famoso en
otro tiempo por atravesar con una flecha una manzana puesta sobre la cabeza de
su hijo. Los hombres justifican su existencia con estos actos irrelevantes.
Celos
Todos los días se repite la escena. Cuando se sosiega nuestra pasión él se queda en la cama y yo voy al cuarto de baño. Entonces aparece ella. Se para frente a mí, desafiante. Si me retoco el carmín de los labios, ella también toma su lápiz labial; coge su peine cuando me peino, me examina con precisión de entomólogo. Su ropa es igual a la mía, incluso en su desnudez trata de parecerse. Se ha pintado un lunar sobre el pecho izquierdo, pero se equivoca, el mío es en el seno derecho. Está más delgada, avejentada por culpa de los celos. Y aunque usa mi mismo maquillaje, copia mi pintura de labios, se peina igual que yo, es, sin embargo, muy diferente, hay sarcasmo en sus ojos. En ocasiones he notado su odio como una garra en el cuello. Sé que quiere ocupar el hueco que dejo en la cama, que lo quiere a él, y está pensando matarme. No lo conseguirá. He colocado una pistola en su sien. En unos instantes me habré librado de ella.
La 4ª muerte de Casimiro Ventura
LA CUARTA MUERTE DE CASIMIRO VENTURA
© Eduardo de Benito
Me llamo Casimiro Ventura. Soy corcovado. No un corcovado
más, soy especialmente diminuto. ¡Un enano!, diría yo. Así me hizo Dios, o el
vicio de mis padres que eran primos hermanos, vaya usted a saber. Paso el día
encerrado en casa. Mi paisaje es el cielorraso con manchas de humedad y las
tejas del edificio contiguo, donde los gatos pelean y se emparejan. Todas las
noches les pongo un plato con leche. Estoy solo, no tengo mujer que me grite ni
gato que me maúlle. Me he resignado. Por las noches trabajo en un “7 Eleven”,
eso me permite llevar a casa diarios y revistas con los que aprendo a escribir.
Soy feliz al imaginar historias, ese es mi paraíso. Aquella mujer vio tras el
mostrador un monstruoso insecto. Descansaba
sobre su espalda dura, y en forma de caparazón. Llamó airada al encargado, pero
nadie acudió. Reprimiendo un gesto de asco lo aplastó con la revista que acaba
de comprar. Esa noche los gatos se pasaron toda la noche maullando, en Praga se
habían acabado las botellas de leche.
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