Un teatro de masas


A Yolanda Colome, como respuesta a una entrada de Crazy Xarela.

La muerte de Kim Jong-Il nos ha permitido asistir a un espectáculo impresionante, el teatro transcendiendo a la vida pública y convirtiéndose en reflejo de un duelo de Estado. Decía Nikolai Evreinov, dramaturgo y gran director de escena ruso: “El público necesita de la fantasía, no del naturalismo; una imagen del objeto, no el objeto; una representación del acto, no el acto como tal. Todo teatro es una especie de mentira y, precisamente por ello, ahí reside su peculiar esencia. El teatro posee su realismo propio que nada tiene que ver con el realismo de la vida” La puesta en escena por la muerte de Kim Jong-Il es un ejemplo de teatralidad excesiva, coral, de masas, por ello nos desborda, desacota nuestros límites, marcados por la racionalidad y el equilibrio Occidental ante la muerte, y ese exceso nos provoca un profundo malestar. En Corea hemos asistido a lo más parecido a lo que debía ser una tragedia griega, cuando los mitos clásicos estaban todavía vivos y la compasión y el miedo se apoderaban de los espectadores, sumiéndoles en una gestualidad participativa con el dolor del héroe.

En 1920 Evreinov puso todo su esfuerzo creativo en el espectáculo “El asalto al palacio de invierno” con motivo del tercer aniversario de la revolución de los bolcheviques. En aquella teatralización participaron más de diez mil actores y el público asistente superó los cien mil espectadores, que motivados por la intensidad del drama se sumaron a la acción en el momento de asaltar el palacio. En la misma línea unos años más tarde, 1927, Serguei Eisenstein recrearía el mismo espectáculo en su film “Octubre”. Los grandes movimientos de masas teatrales han sido siempre del gusto de los totalitarismos políticos. Otro dramaturgo soviético, en este caso también comisario político, Anatoli Lunacharski, que oriento las políticas artísticas hasta el advenimiento del realismo socialista, impulsó la realización de gigantescos espectáculos de masas hasta que el alto coste económico limitó su realización. El llanto por Kim Jong-Il se alimenta de la misma sustancia moral que aquellos espectáculos corales de la Rusia soviética.


Se nos presentan los plañidores como consumados actores trágicos. Resalta la teatralidad del acto de plañir el dolor ajeno como un espectáculo de cruel actuación dramática, pero esos hombres y mujeres que gimen desgarradoramente en las calles y plaza de Pyongyang se representan a sí mismos, la suya es una representación vívida del dolor propio por la pérdida del guía espiritual, tiene la virtud de transmitir a todos sus participantes valores que de otra manera quizás pasasen desapercibidos, de los que se podría dudar. Esa representación plañidera es una pieza didáctica destinada tanto a los actores que en ella participan como a los espectadores del resto del mundo. El pueblo coreano se implica en un proceso propedéutico en el que asume un papel activo, sufre y se desgarra, borrando los límites de una contemplación pasiva de la muerte del gran padre. Hemos asistido a un espectáculo de dimensiones colosales.