Amor de fuego


La Biblioteca de Alejandría fue devastada en el año 291 por los cristianos procedentes de Tabaida.

Santo Domingo de Guzmán ordenó que se quemasen los libros albigenses por considerarlos heréticos (S. XIII), en caso de que alguno fuese ortodoxo se salvaría de las llamas.

Los Reyes Católicos ordenaron en 1502 la destrucción masiva de todos los libros árabes tras la conquista del reino de Granada.

No hay mundo más real que la realidad de los libros (profesión de fe). “Realidad y libro”, casi un oximorón: L’Enciclopédie, Diderot posracionalista, poscartesiano encerrado en Pot-Royal. La voz se oye a sí misma, se diluye en la delectación de escucharse, la escritura por el contrario es una experiencia única, sorda se convierte en esencia de la vida, sólo en ella caben los epítetos impertinentes, (luz opaca, cielo muerto).

¿Qué muere de nosotros con cada libro que arde? ¡No os basta con quemar los libros, también quemáis a los que los leen!

“Bachiller.- ¿Sabéis leer, Humillos?
Humillos.- No por cierto.
Ni tal se probará que en mi linaje
haya persona de tan poco asiento,
que se ponga a aprender esas quimeras
que llevan a los hombres al brasero
y a las mujeres a la casa llana”.
Miguel de Cervantes.

Putas y herejes, liberados del dogma, rebeldes, el libro como recipiente del saber es un potente y delicado método de investigación de la realidad. Cuando hablas quedas prisionero de lo que dices, cuando lees te liberas, el que lee sabe que no hay una sola verdad. El que lee está destinado a desaparecer en lo escrito para renacer más completo, más humano, más alejado del dogmatismo.

Así lo sintió Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí enorgullece las que he leído”

Leemos para olvidar nuestro nombre, para perder nuestra existencia, sabemos que otro nombre y otra vida nos será dada a cambio, es la lucha por vivir otras existencias como falsarios que se introducen fraudulentamente en el cuerpo etéreo de los personajes de ficción dotándoles de carnalidad. La aridez de una identidad permutada por una polisemia, una polifonía sin límites, el libro. Leer es rescribir, borrar lo escrito por otro o escribir encima restaurando el sentido del texto. El que lee no es autoritario, no detenta cetro, no impone a otros sus pensamientos, de modo que al leer conocemos el extremo límite de la libertad. Leer, el libro, es el deseo de vivir, leyendo ponemos en entredicho la muerte que acecha con el nombre de ignorancia.