Clastomía pediculta



...a la vista de mis pies huyen los hombres y vienen a treparse los gatos.
S. S.



- I -


Los pies son cadáveres abandonados, yacen en el ataúd de los zapatos y cuando no se les atiende cantan como un coro de doncellas. Coccínelli olisquea el alma de los pies y enciende velas cuando los encuentra en estado de gracia. Sabe disfrutar el sabor de la guayaba madura del triunfador, el almizcle amargo de deseos del adolescente o el místico a incienso y cera del seminarista. Somete a sus amantes a un ritual bíblico, la unción de los pies en una pequeña jofaina de plata que heredó de su madre. Los lava con el mimo de un obispo. Le gusta comparar los pies con el pastel de manzana, comparten su textura tibia y hasta un cierto aroma, aunque esto no lo diga, para evitar sarcasmos. Otras veces, más vaporosa, ve en ellos una ecuación sin resolver o el vuelo de un gorrión multiplicado por los espejuelos del aire. La tierra es clásica y el mar es barroco, repite a sus amantes, y yo soy el mar, añade riendo. Leyó la cita a un escritor cubano, pero debería leer a Rétif de la Bretonne, pues Coccínelle es un dómine de los pies. También es la mejor reinona del Palacio de los Géneros, una drag queen que se juzgaría de mármol y es carne viva, a la que apodan “la vocalista”, no por competencias canoras sino por artes amatorias.


Comparte piso con Dino, una hermafrobollera musculosa y con las axilas sin depilar, una machona. En el Palacio de Géneros, un teatro donde nada es lo que parece ser, cada noche ambas desarman su cuerpo para componerlo de nuevo. Es el juego de un mecano amargo y doloroso. Angélicas, diabólicos, femeninas y masculinos a un tiempo, construyen su identidad sobre el edificio de la carne sin género. Entonces Coccínelle y Dino ríen al unísono. Sus ilusiones son muy grandes entre bastidores. En nada se parecen a las tuyas. Las ilusiones tienen allí distintas formas, son una bailarina azul de Degas, Manuel Flores en un poema de Borges o James Dean atormentado paseando de la mano a una Winona Ryder macrofálica. Pero las ilusiones no son más que esperanzas de una realidad que se resiste, y lo saben.


A primeras horas de la noche frecuentan el teatro parejas heterosexuales, vienen con su risa cornetín de oreja a oreja. Es la hora lírica de las muñecas, con sus sedas coloridas, botines repujados y el prodigioso milagro del maquillaje, ¡qué divertidas!, cantando en playback los éxitos de La Oreja de Vangot. En la alta madrugada el ambiente ha cambiado, sólo quedan lesbianas de dulce encanto y camioneras, machorras de trato. Cuando los drag kings suben al escenario en la sala hay un recogimiento religioso, ascético, una rebelión antigua y poderosa violando la prohibición sagrada de parodiar la masculinidad. Dino sabe bien lo que es la masculinidad, sufrió un padre falo, un hombre mínimo que se creía una hermosa polla caminando erecta por el barrio. Aquella noche está inquieto, Coccínelli sufre desde que llegó su primo Pedro Juan.


Pedro Juan es guapo como un auriga romano y sinvergüenza como un ministro del gobierno, tiene la gracia de un ángel palmípedo. Vino a Madrid en busca de fortuna, se traía del pueblo la ambición por triunfar y la dirección de su primo Luis Fernando, con propósito de alojarse en su casa hasta encontrar trabajo. Descubrir que Luís Fernando, compañero de sus juegos adolescentes, el varón que quisieron modelar sus tíos, ahora se llamaba Coccínelli y hacerse proxeneta, fue todo uno.


DRAMATIS LOCUS. Alcoba de Coccínelli con paredes moradas como las ojeras de la antedicha. Muy modern style, un paisaje contra natura pintado por un prerrafaelista zoofílico, con ositos, leones y patos de felpa por los muebles. Coccínelli, sentada en la posición del loto, se mantiene de perfil contra la ventana. Sobre la pared su sombra es un teatrillo de wayang kulit. Declamatoria: “Le quiero, le quiero y le quiero, culiguapo y chulipito desde chiquito, cuando nos bañábamos desnudos en la alberca del pueblo y su bastón me dejaba bizca. Millones y millones de razones tengo para amarte, pero muy rabino miras a otras, prefieres esas pescadillas tetonas, esas lumias sin chorizito. ¡Yo te enseñaré la nomenclatura amorosa! Te haré conjugar los verbos del deseo, I love you, eu te amo, je t'aime bizcochón mío”.


Coccínelli encendió la televisión y en la Piazza San Marco un tipo muy fino le decía a una joven hermosa y humilde que la abandonaba por una boda de conveniencia con otra de buena familia. Se enjugó una lágrima. Cerró los ojos y vio una góndola deslizándose en los canales de Venecia, las aguas eran un océano de espumas blancas como un traje de novia, y un gondolero hermoso como Brad Pitt entonaba una balada de amor. Y en la góndola estaba ella y el brazo robusto de Pedro Juan le ceñía la cintura y los labios carnosos de Pedro Juan jugueteaban con el lóbulo de su oreja y las palabras sensuales de Pedro Juan le decían que la amaba. Y no quería abrir los ojos, quizá porque la luz es cruel con los sueños, y temía verse en aquella alcoba, sola, preguntándose con qué cuerpo se entretenía Pedro Juan mientras ella en el Teatro de Géneros cantaba, hiperbólica y parlante, las alegrías y tristezas de otros. Aficionada a las telenovelas, encontraba en ellas el lenguaje de su pasión y lo mismo estaba rabiosamente encelada que rabonamente encielada por Pedro Juan, quien poco amigo de las puertas traseras se resistía a los encantos de su prima (suprima lo que no le agrade) y todo aquello creaba una tensión manierista en la que sólo la presencia de Dino, con su virilidad especular y una botella de Fernet Branca en la mano, ponía orden.


HÁLITO ESPERMÁTICO. No tenía donde meterme, así que me fui para casa de mi primo Luís Fernando, le conté mi historia y me dejó quedarme allí unos días. Me gustaba su amiga, una amazona que no se depila y se llama Dino, que no es nombre de hombre ni de mujer, sino de dibujo animado. Andaba todo el día empalmado por esa burra, que aquello de los pelos me erotizaba, pero ella se creía un macho y cuanto pude sacar en limpio fue bla bla bla de la camaradería entre tíos. Lo peor vino con Luís Fernando, que ahora se llama Coccínelli. Es una loca apasionada, me persigue y se vuelve mariposa si la miro y se torna lagartona si la ignoro. Una tarde se untó el cuerpo con leche condensada y correteaba desnuda por la casa. Juro que vi golondrinas que sujetaban una corona de espinas sobre su cabeza. “¡Violaste al dios-puta!”, gritaba bujarrona y tenía como Vishnú una trompa morrocotuda. Apenas alcancé a encerrarme en el baño y echar el pestillo. La vesánica aporreaba la puerta, no quiero imaginar con qué, porque mi prima tiene un martillo pilón entre las piernas.


- II -

Cuando Coccínelli acaba su número van a cenar a una boite frecuentada por sudacas y marroquíes, un lugar donde los putos beben las heces de la noche febril. Dino lo detesta. Es una concesión a Coccínelli, que disfruta contemplando a los chaperos hermosos con los signos del amor reciente en el rostro. Dino lleva el pelo con gomina, a lo varón. Coccínelli gafas oscuras para ocultar los ojos enrojecidos por las lágrimas y en el alma mucha pena.
DINO.- Amargas como el agua de Carabaña, lirio morado.
COCCÍNELLI.- No me ve como mujer. No ve el bulto de mi deseo. Si me amara le tendría como un príncipe. Por él quiero ser femenina, borrar mi cuerpo de hombre. La tecnología puede hacer de mi cuerpo una página escrita que se borra y se reescribe, ¿no crees? Pasar de mujer intención a mujer biológica.
DINO.- Jódete y aprieta el culo si no cambias.
CICCÍNELLI.- No seas vulgar. Necesito saber si para Pedro Juan soy prosa o poesía.
DINO.- Tienes que olvidarle.
COCCÍNELLI.- ¿Olvidarle? ¿Sabes cual es la cosa que más me gustaría ahora en el mundo? La que cosa que más me gustaría ahora en el mundo es que por esa puerta entrase Pedro Juan con un ramo de orquídeas en los brazos, lo depositara sobre la mesa y me sacara a bailar.


Y Pedro Juan entró sin flores. Desde aquella noche tomó la costumbre de acudir a la boite, donde con zalamerías le resultaba fácil levantar el peculio a Coccínelli. La soberbia gallera de aquel macho pisándole la clueca concomía a Dino, que sentía crecer por dentro un gato.


FLATULENCIA DEL TEXTO. Una tarde Coccínelli nos emocionó. Viva estampa de la virtud, daba gusto verla junto a Dino, tan virgen y tan linda. Melosa se comía a Pedro Juan y Pedro Juan expuso su teoría de la comunión universal. “Seré lerdo, pero no maricón, dijo, soy el primer admirador de Coccínelli y acuñaría su efigie en monedas bizantinas, pero nosotros constituimos una trilogía de la inadecuación, la teología de unos cuerpos que giran sin encontrarse. El misterio de la santísima Trinidad.


Dino se negó a la sopa agridulce del amor tripartito y la furia brotaba de su corazón cuando contemplaba a la tonta de Coccínelli bañándose en la alberca de los desamores de Pedro Juan. No podía haber otra explicación a la tontuna que se había apoderado de su amiga que la abducción monstruosa de su mente, ocasionada por la sobredosis de hormonas a las que se sometía desde su enamoramiento.


Coccíneli, en una crisis de ansiedad, comenzó a comprar zapatos. Primero los apilaba dentro de los armarios, cuando el espacio fue insuficiente comenzaron a colonizar todos los ámbitos de la casa, bajo la cama, en los altillos, sobre el sofá, en la bañera. Zapato parlanchín, de taco alto y perfil femenino o de suela gruesa y mal educado, bota paramilitar. Cada mañana se calza y se descalza mil veces, se contonea, caderitas bailonas de un organista catedralicio, y no se baña porque está aterrada del amor que siente. “Zapatito de cristal, ¿qué pies calzarás, los pies blancos del Papa, los pies negros del gañán? Y el zapatito contestaba: “Los pies de aquel al que tu amas”.


Aquellos días Dino se deprimió y pasaba muchas horas desnudo, sentado frente al espejo de su alcoba, observando su sexo, o su ausencia de sexo, porque veía en su vagina una ausencia, un hueco a falta de completarse, una carencia de su realidad de varón, de macho príapo colérico. Mirarse o dejarse mirar, actitudes femeninas que necesitaba desterrar. Y tomó la decisión, ¿qué decisión?


- III –


Han dejado su trabajo en el Teatro de los Géneros. Son gorriones atrapados en liga, cangrejos en retel, sueños encerrados en cajas de zapatos. No salen de casa, suspiran y se atascan las cañerías. Se parecen como gemelas, como un matrimonio viejo, como el policía bueno y el malo. Viven en penumbras, tienen pocas luces, las cortinas corridas para no marchitar la piel lechosa de Coccínelli. La una se prueba zapatos, el otro barrunta su desquite, el gallo desplumado, el corte en la cerviz, la jofaina llena de sangre tibia.


Los vasos no tenían impaciencia ni los manteles mácula ni ellos otra ocupación que preparar el convite. Una sierpe de luz se desplaza por la estancia, es Coccínelli que con una palmatoria en la mano va de acá para allá colocando una flor, enderezando un cubierto, exhalando un suspiro. Dino tienta el filo de un cuchillo contra la piedra de amolar cuando en la calle ladra un perro. La noche comienza a llenarse de deseos húmedos como el tragadero de un lavabo. Relinchan los apetitos de la carne, sin duda cansados de abstinencia, porque en aquel nicho de amor llevan una existencia castísima desde que abandonaron el teatro y ahora huele a muerto y a estofado sin sazón. Recelan del aire y de la otra y estudian, quizá por correspondencia, el arte de la gastronomía. Llevan una semana encerradas en la cocina, trajinando entre ollas y sartenes. No encuentran a Dios, tienen sentenciada la alegría y miden el tiempo con tremendas jaculatorias.


DINO.- ¿Crees que vendrá?
COCCÍNELLI.- Siempre viene. Es el bienvenido, el deseado.
DINO.- Tu le deseas porque eres una gallina y crees que es tu gallo y andas cacareando por el corral toda desplumada, que no te llega la vergüenza al cuello.
COCCÍNELLI.- Le deseo porque es más hombre que tu y más ameno y más que menos. Se lo que te duele, te duele que piense en él y en los pececitos de sus pies.
DINO.- Ya tiene punta el cuchillo, cuando llegue le voy a eviscerar, le dejaré como un fantoche con las tripas en la hoya y comeremos “paté de foie”.
COCCÍNELLI.- Lo comerás tú, que yo me lo comeré a besos.
DINO.- ¿Crees que no lo sé? Te he visto metiéndole mano y le tocabas lasciva, gimiendo como una perra. Me asquea tu amor al prójimo.
COCCÍNELLI.- (Dulce dulcísima) El se ha ido y me he quedado sola como una rosa en un sagrario, como una gota de sangre enamorada, era tan fino, se me encienden rubores gustosísimos reviviendo su acometida de potro. Hacía de mi cuerpo un pantano de apetitos y yo era una niña inmaculada, inflamada de amores sagrados, con mi traje de primera comunión, toda vestida de blanco, pero él me tentaba con su pecado venial y cuando mi manita lo acariciaba crecía, crecía y era un pecado mortal.
DINO.- (Venenoso) ¡Calla! Es la locura de las hormonas, que te han raptado la mente y te hacen cruel y tonta. Termina de poner la mesa. No puede tardar ya.


Coccínelli coloca sobre la mesa el puchero con un guiso de carne suculenta, con patatas, con amor estéril. “Así, así, levanta la tapa con dulzura, que no se escape”, le dice Dino. “Echa a correr, amor mío, y deja que te persiga mi recuerdo”, grita Coccínelli, al tiempo que destapa la cacerola. Tiernos, delicados y aromáticos, los pies de Juan Pedro humean en el puchero.

Ávidos de fama


Pronuncio «Eróstrato» y acuden a mi memoria el nombre de aquel griego que deseoso de gloria quemó el templo de Diana con la intención de inmortalizar su oscuro nombre y también Paul Hilbert, el insignificante empleado de oficina que ansiando salir del anonimato planifica un asesinato colectivo en el cuento que Sastre llamó precisamente «Eróstrato». “Cuando bajaba a la calle, sentía en el cuerpo un extraño poder. Llevaba encima mi revólver, esa cosa que estalla y hace ruido. Pero no sacaba de él mi seguridad, sino de mi mismo: yo era un ser perteneciente a la especie de los revólveres, de los petardos y de las bombas. También yo un día, al terminar mi sombría vida, estallaría e iluminaría el mundo con una llama violenta y breve como el estallido de un magnesio”. Paul Hilbert es mi «alter ego», ansioso de alcanzar la inmortalidad al precio que sea, como Eróstrato quemaré el templo del Arte.

Cuando aspiro a la inmortalidad padezco terror por el vacío y la falta de sentido de mi vida se me hace insoportable, nada encadenada a la nada, nunca alcanzaré el fin buscado. La sola posibilidad de una existencia absurda, aquella que no lleva a ningún lugar, vacío del fracasado, me abisma en la desesperación, la depresión, la inseguridad. Ante un fracaso cabe la solución del recuerdo airado, el menosprecio de los otros, también cabe la solución de la melancolía depresiva. Me siento como Baroja, un neurótico para el que la literatura es la única opción de vida. Mirada airada, ira de la impotencia, una fiebre que lo devora todo. Mi incomunicación es un permanente problema de adaptación que trato de solucionar mediante la rebeldía, pero la rebeldía es sólo un signo de inmadurez en tanto que se trata de una forma poco práctica de resolver mi problema.

La incomunicación me lleva a una verbalidad hostil frente a la realidad que no acepto. Si no temiera tanto el ridículo habría llamado a esto «¿para qué escribir?», pregunta tonta pero que sin embargo denotaría por mi parte una gran sabiduría. Tenemos los escritores lo que Wittgenstein llamó «un parecido de familia», ese terco afán por hablar de nosotros mismos. Lo he sentido con claridad leyendo a Michel Leiris, quien afirmaba con rotunda simpleza que «se es literato como se es botánico, astrólogo, físico o médico». Es inútil ingeniar otros términos, otros pretextos para justificar ese gusto que se tiene de escribir. La literatura es una actividad desacreditada y no digamos un literato, persona notoriamente inútil si lo comparamos con un botánico, un físico o un médico y no digamos ya un astrólogo, con su capacidad de desvelarnos el futuro.

Incapaz de comunicarme, carezco no obstante de pudor, mi impudor está estrechamente vinculado con la literatura, como todo escritor he creado una imagen de mi persona y la aliento y la exhibo exultante, soy el «payado de las bofetadas» con que José Ángel Valente caracterizaba al poeta. Querer y no poder, la literatura es atracción tanto como repulsa, por ello tantas veces me refugio en los alrededores de la creación: en la melancolía, en el hastío, en la ira. Es el aburrimiento existencial, el «spleen» de Baudelaire: «dejando mi alma jadeante, fatigada en medio de las negras llanuras del hastío». La literatura va convirtiéndose así en un no ser, un no saber, en tanto se descompone una realidad de la que huyo.

Fotografías de Almacan

Matria

Matria, nuestra reina, sol inmenso y abrasador, se sucederá a sí misma, omnipresente y omnipotente, porque así esta reseñado en el Libro de las Crónicas, donde la-que-todo-lo-sabe y la-que-todo-lo-puede, dejó escrita la historia pasada, presente y futura de mi pueblo. Ella es el orden y fuera de ella sólo existe el caos.

MATRIA.- ¡Me voy! ¡Me desencuajo! Me siento un pellejo de vino a punto de reventar. Ay, que dolor se me acomoda en la boca del túnel. Tiene la fuerza de un buey. Los muy malditos siempre vienen de nalgas. Aspiro y un empujoncito. Espiro y… ¡Ya asoma!. Veo sus manitas, siento su aliento, puaf, que peste a ajos. ¡Oh, que hermoso y que grande has nacido, hijo mío!

BUENTUNO.- Madre, permíteme expresarte la satisfacción que siento por haberme traído al mundo con mi traje de general de los ejércitos imperiales, incluido este yelmo con el que en algún momento temí desgarrar vuestro ser. Fue cosa de mi padre, me diréis, que no se quitó las espuelas el día en que me concebisteis, pero se que el árbol recio da frutos nobles y sois olma grande y vigorosa.

MATRIA.- ¡Calla, gandul! Harto sabes que jamás tuvimos progenitor varón en nuestra dinastía. Soy una y única, principio y fin, y tú y tus hermanos existís por mi voluntad. Corre al cuarto de armas y júntate con ellos, que están impacientes por conocerte.

Obedeciendo las indicaciones de su madre Buentuno se dirigió en busca de sus hermanos. La habitación de la guardia se situaba al fondo del castillo. Muros de piedra con gallardetes de batallas nunca acabadas, baldosas gastadas por botas militares. Tres cabezotas arrugadas y feas, tres pares de ojos ratoniles, cejijuntos, tres héroes deformes y enanos le observaron. Buentuno se emocionó al contemplar a sus hermanos. Palomas zureaban en los aleros.

— Siempre estos pájaros negros y ese gemir del viento. ¿No oís su lúgubre ulular?

Tres voces: ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres?

— Cuanto me gustaría tener miedo y no estar lleno de arrojo como un toro.

— ¿Eres un vagamundos? Estudiemos juntos este mapamundi.

— ¿Tienes hambre? Te prodigaré palabras de consuelo.

— ¿Has desertado del ejército? En esta caja está llena de medallas al valor.

— Este aire que se cuela por los pasillos me sacude las orejas para recordarme lo que he venido a hacer.

Tres voces: ¿Qué es? ¿Qué es? ¿Qué es?

— Acabar con el desorden en este maldito pueblo, que no paga su diezmo ni respeta a nuestra madre.

— ¿Habéis visto sus músculos? No se parece a nosotros. Sin duda madre te concibió contemplando a un potro galopar por el campo.

Falondrón tiene cabeza de gallo y cuerpo de lagarto. Galligarto ponzoñoso, luce un rabo de látigo inquieto y zapatones de alguacil mayor. Más perverso que un sacristán, vive en el foso del castillo, allí hay una cueva en tinieblas como ojo de ciego, pozo tormentoso donde vierten las alcantarillas de la fortaleza. Aquellas aguas pestíferas le han colmado de fatalismo y rencor. Es un preso político, un paria que ha leído a Bakunin, y al que admira el pueblo insurrecto. ¡Que vivan los que no pagan impuestos ni temen admoniciones y les importa una higa la Matria! Cada festividad del Corpus el pueblo ofrece a Falondrón una moza de bien desear que aplaque sus ardores. En un tiempo intentaron cambiar la donación de la doncella por la bolsa testicular de un obispo repleta de monedas, pero aquel año el sulfúrico engendro, en vez de custodiar el puente del castillo para alertar de la salida de los recaudadores, consumió el tiempo en perseguir a las mujeres del pueblo, invitándolas a copular en las eras. De aquel desorden quedó preñada la molinera, viuda todavía en buena edad, y a su tiempo nació Rabín. El muchacho había sacado de su padre un rabo de lagartija, que la madre se empeñaba en que mantuviese oculto en un bolsillo de tela que le cosió en los fondillos del calzón. Andaba Rabín bobo de amores por Belicosa, jovencita algo mayor que él, dulce como guirlache y con la alegría del confeti en la risa. Por ser cosa de la edad o por el calor del verano la muchacha le cantaba:

“Hijo de lagarto, lagatín,

enséñame el rabito, Rabín”

Y el mozo enrojecía. Una tarde terminaron regocijándose entre costales de harina, en el molino materno, y les sorprendió el cura, que acudía a molturar las penas de la molinera. A petición de la madre buscó un modo de apartar al mozuelo de la joven.

LA VOZ CANTANTE.- Viva el pueblo de Villanada de Aquíno, tan resalado que en asamblea de vecinos sin voz ni voto, presidida por el cura y el torero rijoso, sus ciudadanos más ilustres, y de cuantos quieran sumarse, pero sin hacer ruido, ha elegido a Belicosa, de carnes blancas de queso, como la joven que se ofrecerá este año a Falóndrón, quien ya ha dado lustre a sus colmillos y brillo a su aguijón para regocijo de niños y susto de paisanos.

“No estoy dispuesta a ser banquete de nadie”, dijo Belicosa malhumorada y se subió a un guindo, de donde no hubo modo de hacerla descender. Llevaba encaramada una semana cuando pasó bajo sus ramas Buentuno acompañado de sus hermanos.

— ¿Qué hacéis en ese castaño, lindo gorrión? – le preguntó el milico.

— No es castaño, sino guindo, y no soy gorrión, sino moza.

— Gorrión o moza poca importa, ese árbol es de mi madre y no tenéis permiso para anidar en él.

— Bestia presuntuosa, con estas manitas pinto la luna, con estas tetitas arrastro un par de carretas, con este culito prendo los volcanes, ¿y me va a dar órdenes un soldadito de plomo?

Nunca le había hablado una mujer en esos términos. Buentuno se enamoró. El amor nos hace obtusos o poetas y él tocaba retreta floreada al amanecer. Decidió matar al dragón Falondrón y casarse con la doncella.

El ojo barroco




El escriba apunta con el cálamo al ojo del lector, lluvia de letras escarlatas, alfabeto con nostalgia de ideograma. Sobre la palma de la mano escribe "litera nascimur". Por la letra naceremos. Hay una concepción del arte premoderna que entiende la obra artística como presencia de la divinidad, la obra de arte formulada como representación de una instancia superior. Para los griegos los poetas y los artistas se convirtieron en los hacedores de sus dioses. La literatura de Lezama Lima es proteica, deslumbrante y antigua como la religión. Cuando se inicia su lectura uno cae en un precipicio, es caída libre en la que no encontraremos otro agarradero que nuestra paciencia, con Lezama hay que ser paciente, continuar desbrozando el sendero de la lectura, sin irritación, sin cansancio, pues sólo tras una larga y a veces penosa travesía descubriremos el dorado de su "poiesis".

Una poesía más allá de la poesía, que se sumerge en el origen de las palabras y bebe la savia y la sangre de arcaicos sacrificios, azafrán amarillo, piña, flor de tigre. Nacida de un mundo prelógico, su poesía nunca es ilógica. Se pasea junto a la boca de la ballena, llega a habitar el humo y tiene la pétrea consistencia de un templo románico. La gnosis que emana de la poética de Lezama es el rayo de la energía vital del cosmos despertada por la mano del poeta. Oráculo. La fiesta como signo del caos inicial. Su terquedad tiene mucho que ver con su vigilia en la búsqueda de los inicios, la construcción de sus frases está hecha de un perfecto mineral capaz de mellar las herramientas del análisis. Supo pasear indemne por esa selva de adverbios y adjetivos donde otros perecieron. Lezama Lima, neobarroco, provoca un cambio cualitativo en el quehacer literario, la ruta de su poesía se aparta consciente e intencionadamente de la ruta del naturalismo, crea una deformación de las formas naturales. Le cupo un lector acomodaticio, todos los somos en esta época, cuando su prosa exige embriaguez, desgarramiento, luz, éxtasis.

Palabras de Heidegger: "En la tragedia no se representa ni se exhibe nada, sino que se lucha la lucha de los dioses nuevos contra los dioses viejos". Lezama, precultural, premoderno, inventa los dioses que pueblan el mundo, erige un templo. Dios, dioses, solo hay uno, unos, el (los) de los vencedores. El escritor invierte esta situación. Lo divino como previo a la obra literaria es en Lezama Lima lucha de los dioses antiguos contra los dioses nuevos, saga del pueblo cubano, los dioses de África en rivalidad con el dios de los conquistadores. La literatura, un paso inferior a la religión, puede traer la presencia de la divinidad a un colectivo. El templo erigido es la obra artística creada, Lezama había expresado meridianamente estas ideas: "Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso".



Quienes ven en Lezama sólo delirante irracionalismo verbal están aquejados de esa grave enfermedad del siglo XX que se llamó filología. El pensamiento poético de Lezama sorprendió en Europa, se habló de Góngora, del barroco, del pensamiento salvaje, de acumulación de cultura propia del subdesarrollo, en aquel pensamiento cabía el absoluto… y también la nada. No era sistemático, y todo pensamiento tiene la obligación de serlo. Bien lo expresó el cubano: «Para un alemán una cantata bachiana y un fragmento metafísico sobre el absoluto hegeliano coinciden. Son maneras de penetrar el ritmo. Pero mi metafísica, si es que eso existe, no busca la razón ni la dialéctica, sino la imagen y el ritmo del esclarecimiento. Un corsi e ricorsi entre el apetito y la repugnancia, es mi metafísica, pero en general prefiero hablar de la imagen y de su punto de partida, usando la frase de Tertuliano: Es cierto porque es imposible». El europeo no ha abandonado su condición colonialista, sigue soñando con paisajes no hollados por el hombre y los trópicos son un paraíso exótico que descubrir cada día. Olvida con frecuencia que el mundo es un gigantesco adentro y que no hay nada fuera, que el único afuera está dentro de nosotros. Lezama asume la cultura toda, con todas sus contradicciones, y la transmuta en poesía sin atisbos de dogma.

La técnica literaria de Lezama es un asedio a lo contingente, cerca la naturaleza, la aísla, la introduce en una probeta y allí procede a su germinación, su duplicación especular o mejor aún su clonación, el resultado es la demolición de la realidad y su suplantación por esa otra esencia, no mimesis, que es la poesía, una geometría de lo lingüístico donde el freno verista ha desaparecido dando paso al enigma. La naturaleza es para el cubano el medio de un proceso artístico cuya finalidad es generar experiencias estéticas, una reorganización de la naturaleza que se corporeiza en el lenguaje. La suya es, en palabras de Vitier, una "experiencia vital de la cultura". Rara vez describe un objeto de forma natural, lo trastrueca con la metáfora. Así tenemos que el miembro viril es "el aguijón del leptosomático macrogenitoma", que “cada color tiene su boca de agua” o “todo él parecía el relieve de un hígado etrusco para la lectura oracular”. Ningún homenaje más hermoso que el que le hace Mario Benedetti: "cubano, silencioso y observante, rumiador de metáforas, reinventor del pretérito". Metáforas. Esta figura retórica es el basamento de la obra de Lezama. La metáfora confiere a su escritura una sensación de impenetrabilidad que lleva al lector realista a hablar de caos y de lenguaje alambicado y retórico, confundiendo el lenguaje con su lenguaje. Metonímias y metáforas proliferan con esplendidez en los versos del cubano.



¿Cómo abordar la obra sin límites, avasalladora, de Lezama? Indudablemente con la fe del arriero. Lezama crea sus dioses, dioses nuevos empecé afirmando, y hace del lenguaje rito, salmo, lugar sagrado, templo. Lo confesó en "La expresión americana": "Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido". El ojo de Lezama está disciplinado frente a la realidad, adiestrado para la ceguera del código realista, es un ojo barroco, como el de Francisco de Goya, donde lo real no es identificado por la percepción sino que acto del conocimiento se constituye en paráfrasis cultural. De aquí la actualidad del pensamiento de Lezama, la excitación que nos provoca su imagen barroca como simulacro de presencia, verdadera anamorfosis que revela el carácter convencional del realismo que niega y su concepción del mundo como texto, un texto que se emborrona por su fascinación por lo oscuro, lo inteligible, lo indescifrable de la realidad.

El lector de Lezama, ese que llamábamos lector paciente y sufrido, una vez que se adentra en la selva de metáforas que constituyen el texto se torna un orante, es partícipe del rito, la poética de Lezama es poética de iniciación, sacerdocio, epifanía, el espacio mágico donde tiene lugar el parto del mundo. Lo dice él mismo "religiosidad de un cuerpo que se restituye y se abandona a su misterio; en cierta liturgia de los oficios terrestres; en la eternidad como concepto del no-tiempo".La lejanía penetra en lo inmediato. Pocos son los que se atreven a penetrar en la frondosidad boscosa del lenguaje de Lezama, en su magma verbal, en ese piélago de palabras que construyen frases larguísimas como lianas interminables. Las palabras, muertas en los diccionarios, cobran nueva vida en sus textos, adquieren cuerpo, carnalidad, son sensuales.

Fotos de Pierre et Gilles

Sobre la dificultad de escribir

Un hombre pasa con un pan al hombro
¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?
Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo
¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?
Otro ha entrado en mi pecho con un palo en la mano
¿Hablar luego de Sócrates al médico?
Un cojo pasa dando el brazo a un niño
¿Voy, después, a leer a André Bretón?
Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre
¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?
Otro busca en el fango huesos, cáscaras
¿Cómo escribir, después del infinito?
Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza
¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?
Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente
¿Hablar, después, de cuarta dimensión?
Un banquero falsea su balance
¿Con qué cara llorar en el teatro?
Un paria duerme con el pie a la espalda
¿Hablar, después, a nadie de Picasso?
Alguien va en un entierro sollozando
¿Cómo luego ingresar a la Academia?
Alguien limpia un fusil en su cocina
¿Con qué valor hablar del más allá?
Alguien pasa contando con sus dedos
¿Cómo hablar del no-yo sin dar un grito?



¿Por qué aquí y ahora el poema de Vallejo?

Por que expresa con precisión el dilema del artista contemporáneo en Europa. La Cultura se ha convertido en una atadura, sujeta las bridas de la creación impidiendo que se desboque el genio. Se puede escribir desde la cultura o desde la acultura. El artista europeo no puede elegir, es un animal cultural. Escribir desde la cultura es admitir la disolución del lenguaje, su ineficacia. Escribir desde lo natrual es poseer la ignorancia del salvaje, del canibali.

No puede extrañarnos que la literatura más viva en castellano sea aquella escrita bajo el signo de Caliban. Caliban es un personaje de Shakespeare en “La Tempestad”, un esclavo salvaje y deforme, convertido en metáfora de América Latina por Roberto Fernández Retamar a partir de sus ensayos («Caliban en esta hora de nuestra América» (1991), «Caliban quinientos años más tarde» (1992) y «Caliban ante la Antropofagia» (1999) Pero no toda América Latina es Caliban, México, Argentina y Chile no tienen este privilegio. La literatura de estos países soporta la rémora de la cultura europea, podría muy bien haber sido escrita en Roma, París o Barcelona.



En Europa un conjunto de proposiciones científicas han invertido los valores literarios en los últimos 50 años, ¿Cómo escribir hoy ignorando el concepto saussuriano de la lengua, la semiótica, la estructura de los mitos, la teoría de la información, la translingüística. Si hay un escritor cuyo universo narrativo pertenezca plenamente a este mundo de conflicto entre la realidad y el lenguaje (Un hombre pasa con un pan al hombro // ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?) ese escritor es Italo Calvino. Toda su obra se debate entre los abstracto lingüístico y lo concreto narrativo. Aunque el sendero fuese trazado por Proust y Joyce, es en Calvino donde mejor se aprecia la insatisfacción de la cultura que experimenta el creador moderno. El lenguaje le es insuficiente para representar tanto las realidades del mundo interior como las subjetividades del alma humana. La ciudad es el símbolo de la literatura occidental, la ciudad, como el lenguaje, es producto del ser humano, «la ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente» (Calvino: “Las ciudades invisibles”) La ciudad occidental es un entramado de vasos comunicantes, retícula especular que nos devuelve el mismo reflejo en Londres, París o Madrid. No hay perfiles singulares, no hay un rostro diferente. El lenguaje literario ya no designa, el automatismo significativo que le confiere la cultura le torna inválido. Percibamos lo acertado de Barthes en este texto: «La única reacción posible no es el desafío ni la destrucción sino, solamente, el robo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos según fórmulas irreconocibles, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada». Leyendo a Borges o a Vila-Matas, a John Barth, por poner ejemplos, uno percibe la verdad del enunciado, son recreadores de cultura. Escritores condenados a morir estrangulados por sus propias palabras, textos que usan la manipulación de la perspectiva de la narración, la auto-conciencia, la descomposición de la ilusión de la identidad subjetiva unificada y coherente, la sutileza cultural como materia narrativa.

Argentina, México, Chile son países donde Europa vive. Ser escritor en Buenos Aires es ser escritor en París. Vivir la cultura agonizante de la vieja Europa, impregnada de cientifismo. Su literatura es, como en Europa, una manifestación de la crisis en la que se encuentran los grandes relatos de Occidente y su necesidad de una explicación racional de la realidad mediante el marxismo, el psicoanálisis, el estructuralismo... Novelas como Mantra (2001) del argentino Rodrigo Fresán o Mala Onda (1991), del chileno Alberto Fuguet son tan europeas como latinoamericanas, influjo manifiesto de la cultura anglosajona, el cine, la televisión o la problemática social.

Cierto día leí las aventuras de un tal Don Quijote de la Mancha, un caballero a quien la excesiva lectura de novelas de caballería le sorbió los sesos y pensé que el autor que había creado tal desbaratado personaje debía estar muy loco, algo que me confirmó estas palabras dichas por el tal Cervantes. “Para mí solo nació Don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos dos somos para en uno.” ( “Don Quijote” Capítulo LXXIV) Solo escribiendo como un loco o un buen salvaje, sólo escribiendo para sí mismo puede el narrador romper el estigma de la cultura que nos encadena. ¡Prometeo!. Frente al “grand recit” de Lyotard magníficamente expresado en la novela monológica de Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez que se establecieron como canón en la última mitad del pasado siglo, el caribe ha visto nacer una novela dialógica, lúdica, donde las voces llegan fragmentadas, frescas, discordantes como en un gran mural. Pero cuidado, la novela Caliban no es una novela de la ignorancia, ejemplos son “Tuyo es el reino” de Abilio Estévez, “Las andariegas” de Albalucía Angel o “La guaracha del macho camacho”, del boricua Luis Rafael Sánchez, una novela que hace trizas el discurso narrativo en lo sintáctico, lo temático y lo estructural.

Palabras para Roberto Juarez


Hoy no quiero hablar de poesía, la vida no alcanza para tanto.
Hoy quiero hablar de las cosas que no tienen nombre, de cómo unos se cambian de piel cuando otros se abisman en la desesperación. De los oportunistas, de los sufrientes, de los que aman y los que fueron amados. ¿Habéis visto la sombra de un pájaro sobre una tapia? No es el pájaro, pero tiene algo de él. Así soy, remedo de lo que pude ser.


¿Qué nos obliga a seguir empujando esta carga? Una mañana amanecemos menos hombres, más madera añosa, raíz de brezo, y un aire digno y fúnebre nos envuelve. Almorzamos indiferencia, los amigos no nos ven y en la mano no nos caben las despedidas. Nos llenamos de ausencia, nos vamos haciendo chiquitos y alguien usa nuestro cubierto, nuestro cuaderno, nuestros sueños.

Se hicieron los espejos, para mostrarnos a ese otro que copia nuestros gestos, se ríe de nuestra risa y lleva nuestro nombre, pero el espíritu no se refleja en ellos; es sólo una idea contra la que a ratos me rebelo, a ratos ignoro, a ratos me muero con higiene, sin escándalos ni gritos.

Quiero ser tu otredad, derrochando formas ocupar el hueco del aire que dejas, puesto en pie, robarte la palabra, la moneda del bolsillo y ese terco afán por conocer el lado malo del hombre para darle la vuelta, para acomodarle el cuello de la camisa, para enseñarle a andar sin tropiezos. Hoy me tengo ausencia y mañana empezaré a paladearme. Están los naipes marcados.

De lo que le acontenció al Cavaliere Carlos Broschi, apodado Farinelli, en la Hispana Corte



Mulato era un adolescente de piel lustrosa como el betún, soberbio cuerpo atlético
que recordaba los tallos de bambú mecidos por la brisa del trópico y ojos de tigre encelado. Había nacido en La Española y antes de que le bautizaran su madre ya le llamaba Eleguaá, el que posee las llaves que abren las puertas del destino. El Castrado lo adquirió como regalo de Handel durante los años que permaneció en Londres. Del modo en que llegó el muchacho a aquellas frías tierras es un misterio, nunca lo contó, pero es posible que estuviera enredado en alguna historia de bucaneros, pues no era infrecuente que en sus correrías los forajidos raptaran adolescentes para solaz de la tripulación en las largas singladuras.


Aceite de almendras para darle masajes enérgicos sobre los muslos mórbidos. Las nalgas se tensan adquiriendo la forma de un corazón de Jesús cuando se faja la cintura con una banda de seda. Aceite de aloe y presillas de madera con resorte mecánico, artilugio construido por un relojero suizo, para aplanar la bulbosidad de los pechos.
Cada día Mulato empleaba tres horas en embellecer al Castrado. Cuando finalmente la capa de armiño cubría sus hombros, un hervidero de grillos inundaba la alcoba. Grititos, chillidos, dichas redichas. Preso en su belleza, una araña gigantesca en el centro de la red multicolor de afeites y carmines, adobado con mohines de opereta, el adornado era imagen admirable e inquietante
con figura de pájaro,
con figura de árbol,
con figura de nido.

CASTRADO.- Es llegado el momento del acto...
MULATO.- del acto sublime.
CASTRADO.- de la opera...
MULATO.- La opera celestial
CASTRADO.- La reopera de los ángeles…
MULATO.- que tocan su órgano seráfico.
CASTRADO.- Aquel que emociona a los reyes y las damas.
MULATO.- Que emociona a la nobleza y al pueblo llano y al canónigo que arrima el bulto al director de orquesta y ruge la fiera una piadosa letanía de altos y contraltos...
CASTRADO.- (Enojado) ¡Alto ahí! Cortad la verborrea y dadme el ponche de huevo y ostras que suaviza el gaznate. (Muy espiritual) ¡Por la virgen de Covadonga! Mirad que estoy fastidiado de repetir desde hace años la misma canción. Me siento un guacamayo, encerrado en esta jaula de oro de la que sólo me dejan salir para que les distraiga. Este rey bobo y su melancolía me agotan. (Engolado y con voz de flautín) Vamos, aligerad, quiero la higa de Compostela que tanto protege mi suerte. En el salón ya han de impacientarse por mi ausencia.


Castrado comenzaba a girar por la alcoba, sus pies no tocaban el suelo, aupado por una beatífica inspiración era materia incorpórea, pura espiritualidad, una muñequita gótica y sarmentosa. Tras él corría Mulato, esbelto y hermoso, haciendo sonar las ajorcas de coral de sus tobillos.

A cada vuelta Castrado se paraba frente al espejo.
Ensayaba un pas de deu.
Entonaba un do-re-mi-fa-sol.
Exhalaba una flatulencia.
Corría de nuevo hasta que otro espejo reclamaba su atención.
Fue así como se aficionó a la danza. Un día, sin habérselo propuesto, se levanto del lecho ejecutando graciosísimas piruetas con tan acertado arte que desde entonces el baile acompañó a sus recitados operísticos.
La mise-en-scéne estaba cuidadosamente preparada. En uno de sus revoloteos Castrado se dejaba caer sobre la cama. El mulato se masajeada la tranca y cuando el glande amenazaba estallar el frenillo saltaba sobre su amo, al que empitonaba con rabiosa saña. El cuerpo a cuerpo duraba segundos, pero tenía el ímpetu de un seísmo acompañado del agudo griterío de aves tropicales. Era el último acto antes de acudir a la presencia del Rey. Conmovido y apaciguado Castrado podía cantar como una lluvia menuda o un aguacero aparatoso. Su voz era una paloma que se alzaba en vuelo y un gavilán abatiéndose sobre su víctima.

A Felipe V de España, rey melancólico y barroco, le gustaba vivir rodeado de ónices, ópalos y cuarzos y sus súbditos le regalaban buñuelos, toronjas y uvas. La incultura de un pueblo se aprecia en los regalos a su monarca, decía, y el español es pueblo de curas y putas. Dispuesto a resolver la situación reunió a los teólogos del reino y a los bufones de palacio y le dijo: librepensadores, comuneros y chismosos quiere acabar con España, permaneceréis encerrados hasta que deis con una solución para que mi pueblo me ame. Castrado los presidía sosteniendo un cetro de bambú en la mano y una corona de laurel sobre las sienes. Los sabios, los locos y los impotentes determinarían la suerte del católico reino de España. Las discusiones se alargaron. Si unos querían un cenobio los otros un pancracio, si unos un templo de Dios, los otros una casa del lenocinio. Nueve meses y un día llevaban en aquella tesitura cuando una mañana la interrupción del Mulato puso punto final a las disputas. Entró en la sala vestido de indio colombino, tocado con una corona de plumas multicolor, (desde aquel día se echaron en falta varias de las aves tropicales del monarca), y como único ropaje un. La naturaleza le había agraciado con
tan portentoso aparejo que no pudieron los teólogos pensar otra cosa que aquella descomunal serpiente encarnaba al diablo.

El rector de la Universidad de Toledo, emocionado, recitó de corrido la Ciudad de Dios de San Agustín iniciando un periodo manierista.
El rector de la Universidad de Valladolid, hispaniarum regnis Inquisitoris, pedía ser empalado para purgar sus pecados.
El rector de la Universidad de Salamanca salmodiaba:

Polífagos los que comen mucho.
Aerófagos los que no comen nada.
Coprófagos los que comen mierda.
Escatófagos los que comen carroña.
Necrófagos los que comen muertos.
Paidófagos los que comen niños.
Ginófagos los que comen mujeres.
Antropófagos los que comen hombres.
Zoofágos los que comen carne, carne, carne...

Y se abalanzó sobre el Mulato, que si no da un descomunal brinco hubiera visto amputada su quinta extremidad.

¡Un santo! – gritaban los bufones alborozados, de donde la teología concluyó que los simples alcanzarán el reino de los cielos. Roma dictaminó que aquellos que aspirasen a alcanzar la beatitud debían dejar que las moscas les entrasen en la boca. ¡Alabado sea Dios, que protege a los insignificantes y los tontos!, se entonó en todas las Catedrales.

La guardia real puso fin al desenfreno y Castrado, que no había sabido imponer su autoridad, fue confinado en su alcoba. No se le permitía abandonarla, salvo a la noche, cuando acudía a entretener la melancolía real entonando invariable la misma canción. Hizo de su dormitorio un joyero, mandó que tapizaran las paredes de cedro fino del que envuelve los tabacos habanos, colgó del techo escarabajos de lapislázuli egipcios, una mano de Fátima marroquí en oro labrado, un Tetragramatón hebreo con cuatro rubíes en las cuatro grammas o letras que expresan el nombre de Dios. Se sentía un mártir y comenzó a beber vinagre, que le daba al cutis una palidez mortecina, con un cortaplumas se abrió en las palmas de las manos las yagas de Cristo en la cruz. Adelgazó, fue adquiriendo en las pupilas un brillo fluorescente, sobre su coronilla se instaló un nimbo luminoso, se cortó las uñas y levitó. Era un místico y con el éxtasis se embarazó de deseos que nunca antes había sentido: ser nombrado hermano de la orden mendicante de los Predicadores y atracarse de yemas de Santa Teresa de Ávila.


VOZ DEL MULATO: La excesividad del castigo causifica la cheverosidad de mi amo, tanto encerramiento le provocó un surmenaje de andale y vamos. Aunque no es fablador ni tiquis miquis tiene un susodicho de aquí me planto cuando se encabrona. Y vea usted que lo que mi amo pone en cada opera que canta es su alma suya, que es grande y blanca y no como la del mulato de color sufrido que les habla, que el manchado la tiene de un apaga y vamos. Y que cosa, mira tú por donde el amo se puso trajinoso y como tiene el aguante fofo se fue para donde los monarcas y les largo cuatro frescas como cuatro escupitajos y aquellos se pusieron muy gallitos y hubo un no sé qué que qué sé yo. Cosas de esta maldita blanquería babosa libidinosa que se vino para Cuba, que se vino para Santo Domingo que se vino para Haití al chingeo y el metemeneo, abriendo de patas al indio, abriendo de patas al negro, abriendo de patas al trigueño, gente que culea y metemenea, peluda como mono, siempre suavones con la biblia, suavones con el cristo y te la cuelan suavona mamarrachona y ya te están dando por comunión. Amén.

Aquella tarde, después de siete meses encerrado en el capullo de la alcoba, Castrado se sentía una larva apunto de eclosionar en mariposa y para ello se dirigió hacia el salón del trono. Se detuvo frente a la puerta que daba paso al trono. La figura del rey le contemplaba al fondo de la sala, cara cretácica, inmovilidad de espectro cubierto por la corona de oro.


—¡Anatema! – gritó Castrado.
—¡Maldición! – berreo Mulato.
—Está muerto – aseveró Castrado
—¿Muerto? Por el pecho que no me dio mi madre, que yo me largo.
—Nadie se mueve de aquí.
—¿Y qué hacemos, pues?

—Cantar. Entonemos la canción de los desvaríos.

Cantó, quebrado el dulce hipo de la copla por un bisbiseo del ánima aterrorizada.

¡Viva el rey Borbón
y la santa Inquisición!
Lerdos mosquicojoneros,
sobreros y enseñaculos,
adefesios pajilleros
toreros, putos y chulos,
honrad a vuestros monarcas
como es voluntad del cielo
y acrecentarles las arcas
con sacrificio y desvelo.

—¡Me estáis gongorizando! -gritó el Rey— Desde la muerte de mi primera esposa han quedado vedados en palacio culteranismos y conceptismos. Yo soy el Poder y por tanta la Palabra es mía. No más juegos verbales, no más flor natural a los poetas, no mas cantinelas italianas por sopranistas capones. Un arte viril es lo que necesita España, la recia voz de un orate que cante las glorias de la monarquía. En una esquina un cuarteto de cuerdas tocó los primeros acordes y la música espesa, el puré de guisantes de la música dio paso al aquelarre de la vida y de la muerte.
Tomados de la mano entraban los invitados.
De la mano el marqués y la marquesa verliniana.
Y la gigantona barbuda con la Curia romana.
Y el balido aquejado de almorrana.
Y el capitán de la hueste indiana.
Todos cubiertos de sayones, todos velados por caretas.

El poder convocador de la música había congregado a una caterva de enajenados danzantes. Representantes de la nobleza y príncipes de la Iglesia, sopabobos del poder y sostenedores de la palabra ajena. Aquellos fantasmas de la corte hispana carecían de rostro humano, no eran sino sombra y nada.

El espíritu de la música infernal les rozaba con un vientecillo frío y apestoso, se les metía por los calzones y les dejaba el alma encogida. Castrado y Mulato arrastrados por el torbellino, locos derviches, se abrazaban mutuamente en el vértigo del baile. Modelados por la fuerza cinética adoptaban formas cambiantes: un ratón y un gato, un hombre piadoso y un sátrapa, como si de figurillas de mazapán se tratase eran gemelos icónicos, efigies de Lladró, e=mc2.

Cuando a la mañana los sirvientes les descubrieron yacían sobre una cortina desflecada. No medirían más de medio metro, se abrazaban asustados y emitían pequeños chillidos que nadie logró entender. Tras unos días en palacio, siendo la diversión de los más chicos, el Rey ordenó que encerrasen a los minúsculos en la casa de fieras.